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martes, 7 de febrero de 2012

Pinochet Ida y Vuelta, Lagos Presidente. Informe desde Chile, marzo de 2000


por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 08/05/2000

Las imágenes de Augusto Pinochet en el aeropuerto de Santiago el viernes 3 de marzo de 2000, levantándose de la silla de ruedas y echando a andar para recibir el saludo de sus parientes, amigos más cercanos y altos mandos de las Fuerzas Armadas, después de haber sido liberado en Londres por supuesta incapacidad física y mental para enfrentar un juicio, produjeron desconcierto no sólo en Chile sino en el mundo entero: ¿Engañó a los médicos ingleses? ¿Le inyectaron alguna droga enfervorizadora antes de aterrizar? ¿Llegó a Santiago un clon del ex dictador?
Para trasladarlo al Hospital Militar, donde se había desplegado un operativo militar con francotiradores en los techos cercanos y agentes de civil mezclados con sus simpatizantes, el ejército utilizó los mismos helicópteros que aterraban a la población durante las noches de la dictadura y, en un gesto altamente simbólico, sobrevolaron la casa de gobierno, La Moneda. Pudieron elegir una ruta lateral pero no, el rumor de los helicópteros Puma y su sombra pasaron por encima del lugar donde el bombardeo del 11 de septiembre de 1973 partió en pedazos la historia de Chile, el mismo lugar que años después ocuparía el dictador autoproclamado Presidente de la República, el mismo donde hoy gobiernan los presidentes elegidos por voto popular.
Augusto Pinochet es el símbolo vivo de las profundas divisiones que afectan a la sociedad chilena. En las recientes elecciones presidenciales, el candidato de la derecha Joaquín Lavín se distanció estratégicamente del ex dictador, en ese momento preso en Londres, pero los partidos que conforman esta derecha, la Unión Democrática Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN) son doctrinariamente pinochetistas y así quedó demostrado en la recepción del viernes 3 en el aeropuerto: las únicas figuras políticas que allí se encontraban eran connotados UDI y RN, además de los ex militares y funcionarios de la dictadura que hoy ocupan sillones en el Senado como `senadores designados’, es decir no elegidos por votos sino enviados al Congreso en representación de las Fuerzas Armadas.
En enero recién pasado Joaquín Lavín estuvo cerca de ganar las elecciones presidenciales, en gran medida porque logró engañar a ciertos sectores medios y populares que lo imaginaron no sólo distanciado de Pinochet sino además de los partidos políticos. La fabulosa máquina publicitaria que lo empinó hasta muy cerca del sillón presidencial logró escamotear el hecho que, para gobernar, Lavín sólo habría contado con la UDI y RN, donde se encuentra representado el pinochetismo más radical. Con su presencia Augusto Pinochet vuelve a poner las cosas en lugar: en este país hay fuerzas sociales, económicas, religiosas, políticas y militares que se sienten herederas de la dictadura que él representa y quisieran hacer un Chile a su imagen y semejanza. Y hay fuerzas sociales, económicas y políticas que desde 1990 están transformando el país en una sociedad que no teme mirarse al espejo, orientada a una constante mejoría de sus servicios básicos (salud, educación, justicia, vivienda), dispuesta a recuperar sus libertades para ordenar y desordenar responsablemente la propia vida, es decir vivir en democracia. Bien vale la pena revisar esta historia un poco más en detalle.
Pinochet Preso en Londres
¿Quién hubiera imaginado en Chile, a fines de 1998, que Augusto Pinochet sería detenido por Scotland Yard? Se lo pregunté entonces a muchas personas y salvo algunos abogados cercanos a los casos judiciales que se estaban llevando en España, todos me han dicho que el día anterior a los hechos habrían respondido sin titubeos: “los ingleses jamás van a detener a Pinochet para entregárselo a la justicia española”. Esto porque no era secreto que Pinochet había sido aliado del régimen de la señora Thatcher en la Guerra de las Malvinas, lo que según las propias palabras de la Dama de Hierro “ayudó a salvar muchas vidas inglesas”, sin mencionar, claro, la pérdida de muchas vidas argentinas. Y porque tampoco era secreto que el Senador Vitalicio —cargo que le corresponde, de acuerdo a la Constitución de 1980, por haber sido Presidente de la República durante más de seis años— había estado antes en Inglaterra sin problemas y que mantenía buenas relaciones de negocios con la industria bélica británica. Es decir, Augusto Pinochet tenía juicios abiertos en España, pero no corría peligro en Gran Bretaña.
En los días inmediatamente posteriores al 16 de octubre de 1998 los temores en Chile eran muchos, siendo el más grave un `golpe blanco’ incitado por la derecha más dura y las Fuerzas Armadas, que dejaría en el poder al presidente demócrata cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle siempre y cuando los socialistas salieran del gobierno. La lógica que operaba en este escenario era que el arresto de Pinochet en Londres se habría debido a una conspiración del socialismo internacional y que sus representantes en Chile serían parte de esa conspiración: por lo tanto, para enfrentar “la agresión europea” sería fundamental alejar a los “traidores” de las cúpulas de poder: pero la alianza de gobierno resistió bien el embate, se alineó en torno a la defensa de “la soberanía nacional” —con beneficios que revisaremos de inmediato— y logró evitar la confrontación directa con la derecha y las FF.AA. Otro temor, de no menor envergadura, era que la derecha, apoyada de manera encubierta por las Fuerzas Armadas, hiciera ingobernable el país mediante atentados terroristas, inasistencia de sus representantes al Congreso, hostigamiento a las empresas y representantes de España y Gran Bretaña, etc. En este escenario, ante la ingobernabilidad, las Fuerzas Armadas habrían tenido que sacrificarse nuevamente, como en 1973, para poner el país en orden. Pero la verdad fue que salvo la quema de banderas inglesas o españolas frente a las embajadas, la histeria de algunos piquetes de pinochetistas y la amenaza no cumplida de un renacimiento de la extrema derecha, nada grave sucedió en los primeros meses de su ausencia y lentamente el personaje Pinochet comenzó a perder notoriedad nacional, a medida que se acercaban las elecciones presidenciales de noviembre de 1999.
Soberanía Nacional y Negocios
La superación de la crisis inicial desatada el mismo día del arresto de Pinochet en Londres se explica, en primer lugar, porque el gobierno de la Concertación, con connotados funcionarios socialistas al frente de la Cancillería, salió sin vacilaciones en defensa del general, en nombre del estado chileno. La frase “aquí se están defendiendo principios, no personas”, hecha pública por el Canciller José Miguel Insulza (PS) resume bien la posición del gobierno en aquel momento: se trataba de poner la razón de estado por encima de la posición ideológica de los funcionarios. La persona era obviamente el ex dictador, quien durante su régimen persiguió con saña a los socialistas y a toda la clase política hoy en el poder, y los principios eran los de un estado soberano que se resiste a aceptar la intervención jurídica y política de otros estados (Inglaterra, España) en sus asuntos internos.
La defensa de “la soberanía nacional” en el caso Pinochet fue durante ese período el puente que unió los territorios enemigos de la derecha política apoyada por las Fuerzas Armadas y del gobierno, por cuanto invocaba un valor más abstracto y superior que las instituciones, cual es la identidad jurídica, política y militar del estado-nación. Pero lo cierto es que varias de las causas que todavía hoy enfrenta el ex dictador en España y otros países europeos trascienden el orden jurídico nacional: España lo acusa de la muerte y desaparición de a lo menos once ciudadanos españoles —entre ellos el funcionario de las Naciones Unidas Carmelo Soria y los sacerdotes Joan Alsina y Antonio Llidó— y de violar los tratados internacionales contra la tortura firmados por el mismo Augusto Pinochet en 1988. Hay más acusaciones pero bastaría con las señaladas para dejar en evidencia que el recurso de “la soberanía nacional” sólo tuvo valor en el frente interno: defender a la persona de Augusto Pinochet con el argumento de los principios de soberanía hizo posible —en tanto ponía del mismo lado al gobierno, la oposición y las Fuerzas Armadas— mantener en pie el delicado equilibrio conseguido a comienzos de los noventa, cuando la Concertación debió negociar arduamente y en secreto con las Fuerzas Armadas y los círculos de poder cercanos a Pinochet, todavía General en Jefe del Ejército, para que la transición a la democracia fuera viable, más allá de la legitimidad conseguida mediante el voto popular. Pero la invocación a la soberanía abrió a la vez un interesante capítulo en la vida nacional, cual fue la posibilidad política de juzgar al ex dictador en Chile, con leyes chilenas, cosa que hasta entonces era bastante remota. La derecha se jugó todas sus cartas asegurando que, de haber crímenes, estos deberían ser vistos por los tribunales chilenos y no en el extranjero, y la centro izquierda concertacionista aprovechó la coyuntura para enfatizar que el gran tema de la soberanía se resolvería con Pinochet de regreso y puesto en manos de estos mismos tribunales. Hoy marzo de 2000 el tema de la soberanía nacional ha desaparecido de la agenda política —el ex dictador está de regreso— pero el proceso judicial en su contra ha sido hábilmente trabajado por los abogados querellantes, de manera que ya no tiene vuelta atrás: de haber crímenes donde esté involucrado, Augusto Pinochet pagará por ellos. Pero juzgar a una figura como esta no es cosa de todos los días ni pura cuestión de leyes. El proceso político judicial recién se ha iniciado y lo que está en juego es mucho. Volveré sobre este punto más adelante en estas páginas.
En segundo lugar, para entender cómo se superó la crisis desatada por la detención de Pinochet en Londres, hay que considerar el volumen de las inversiones españolas en Chile. Hay grandes capitales españoles presentes en el sector telefónico, en las sanitarias, en la banca, etc. Se trata, casi en un cien por ciento, de empresas que operan en el sector privado, de manera que sus relaciones de negocios con Chile pasan por las cúpulas nacionales del poder económico, casi todas ellas ligadas a la derecha. La situación de Pinochet obligó a este sector a desdoblarse: política y jurídicamente debía impugnar a España por su pretensión de hacer justicia, pero no estaba en condiciones de alterar sus relaciones de negocios con ese país. Sería demasiada ingenuidad creer, por ejemplo, que la ruptura de las relaciones diplomáticas —que como medida de presión solicitaron al gobierno algunos parlamentarios de derecha— no fuera a poner en problemas los grandes negocios. La derecha se vio obligada a sostener dos juegos paralelos: uno político que consistía en hacer público su rechazo al enjuiciamiento de Pinochet en España y otro, más privado, que consistía en mantener y desarrollar las buenas relaciones comerciales con los inversionistas españoles y europeos en general. Dadas las circunstancias, esta derecha que se hizo rica en dinero y fuerte en política al amparo del régimen pinochetista no tuvo otro camino que alinearse con el gobierno y recurrir al mismo gran principio de la soberanía nacional, y en consecuencia asumir la responsabilidad política de ver hoy a su hombre fuerte de ayer convertido en un perseguido de la justicia.
El Precio Político de Pinochet
El distanciamiento estratégico de la figura de Augusto Pinochet, utilizado por la derecha para luchar por la presidencia de la república, es una cuenta política que este sector de la sociedad chilena está todavía por pagar. Tal distanciamiento funcionó bien durante la campaña electoral pero ahora que Chile inicia su tercer gobierno de la alianza concertacionista con un socialista al mando —y con la agravante de la presencia del ex dictador en territorio nacional—, la derecha no podrá seguir negando sus relaciones con el pinochetismo. Ahora deberá hacer oposición política y sus divisiones internas aparecerán claras. Porque hay gente de derecha que vivió y vive todavía al amparo de Pinochet y hay gente del mismo sector que aspira a convertirse en una fuerza política liberal y democrática. El pinochetismo duro está representado por figuras como Alberto Cardemil, hoy presidente de Renovación Nacional, quien fuera Ministro del Interior del régimen pinochetista cuando este, en 1988, perdió el plebiscito que abriría el camino hacia las elecciones presidenciales que ganó la Concertación en 1990, con Patricio Alwyn (DC) como candidato triunfante. En la retina popular, Alberto Cardemil es el hombre que atrasó hasta lo imposible la entrega de los cómputos oficiales que daban a Augusto Pinochet como perdedor en el plebiscito, el hombre que negoció hasta el último momento la posibilidad de desconocer aquel triunfo de la oposición a la dictadura.
La derecha más liberal y democrática, por su parte, está representada por un hombre joven, Andrés Allamand (RN), hoy alejado de la arena política pero igualmente gravitante como alternativa al pinochetismo. En las parlamentarias de diciembre de 1997 Allamand perdió su lugar en la Cámara de Diputados y con su derrota abortó el proceso de liberalización de la derecha que lideraba. Poco después Allamand se fue a vivir a Estados Unidos, donde trabaja hasta hoy en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y su partido quedó en manos del ala más conservadora, con Alberto Cardemil en la presidencia. Pero Allamand estuvo presente en la campaña electoral apoyando a Joaquín Lavín —especialmente al Lavín distanciado de Pinochet— y en una entrevista reciente (El Sábado de El Mercurio, 26 de febrero de 2000) anuncia su regreso a Chile y la política a fines de este año, hace duras críticas a su sector y nuevamente se perfila como la figura que podría orientar a la derecha chilena hacia una alternativa liberal.
La derecha chilena estuvo por llegar a La Moneda, escondida en la panza del caballito de Troya llamado Joaquín Lavín, pero se quedó en la acera de enfrente y ahora está a la vista de todos y deberá enfrentar sus dichos y promesas, por ejemplo que está de acuerdo en que se juzgue a Augusto Pinochet en Chile. Sin duda a las fuerzas de derecha les convenía más que Pinochet se quedara en Europa, incluso que muriera allí, para evitar la disyuntiva de defenderlo y quedar así ancladas en lo peor de su pasado o verlo sometido a juicio por crímenes de los que fueron cómplices. ¿Cómo harán ahora para equilibrar su afección y dependencia del pinochetismo con el enjuicimiento de su figura emblemática? El precio político que deberá pagar la derecha por Pinochet es muy alto. Figuras como la de Andrés Allamand, incluso la del mismo Joaquín Lavín —quien durante la campaña presidencial llamó al ex dictador `figura del pasado’ y consecuentemente no acudió a recibirlo al aeropuerto el viernes 3 de febrero— podrían encabezar una transformación profunda, un desvío desde la derecha ligada a las Fuerzas Armadas y la Constitución de 1980 hacia una tendencia política interesada en hacer buenos y grandes negocios en un país plenamente democrático. Para la derecha el regreso de Pinochet a Chile marca un punto de no retorno: o asume su crisis de identidad y renueva radicalmente su proyecto político o se va con él a la tumba.
Palacio y Calle para la Izquierda
Entretanto la izquierda chilena enfrenta un panorama bastante más favorable. Ha reforzado sus posiciones al punto de llevar a un socialista a la Presidencia de la República, Ricardo Lagos, está firmemente instalada en el aparato estatal a través del PS y el PPD, y hasta la hora no ha sufrido ningún descalabro que ponga en peligro su proyecto político de alianza con la DC que dura ya once años. Pero la izquierda chilena tiene un pariente hoy un tanto venido a menos, que no deja de hacerse oír: el Partido Comunista.
El eje histórico comunista socialista, que potenció a la izquierda chilena entre la década de los treinta y el golpe de estado de 1973, había comenzado a desintegrarse durante los años del gobierno de la Unidad Popular. Salvador Allende (PS) fue desbordado desde la izquierda por el ala de su partido favorable a una insurrección armada, liderada por Carlos Altamirano. Los comunistas, entretanto, cerraron filas en torno a la vía institucional propiciada por Salvador Allende. Se conformó así un panorama de despeñadero: el MIR y el socialismo de Altamirano se preparaban con todo para una guerra civil, mientras el comunismo y Allende insistían en sacar adelante el proyecto de una revolución por la vía democrática. Ni lo uno ni lo otro: lo que resultó fue uno de los gobiernos de facto más desgraciados en cuanto a derechos humanos y más exitosos en su propósito de convertir a Chile en una sociedad de mercado y consumo.
Para la izquierda chilena los años de la dictadura fueron una dura escuela. El socialismo, dividido, derrotado, inició un largo proceso de autocrítica que lo condujo a una posición cercana a la socialdemocracia. El comunismo, en un giro inesperado si recordamos su rol durante la Unidad Popular, optó por la resistencia armada y la movilización popular clandestina, aliándose en varios momentos con el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). El eje histórico de la izquierda no volvería ya a reeditarse y cuando se vislumbró la posibilidad de derrotar a la dictadura mediante el voto popular, en 1988, las nuevas fuerzas gravitantes fueron las del Partido Socialista, el Partido por la Democracia (fundado en 1988 entre otros por Ricardo Lagos para aglutinar a los militantes de izquierda todavía recelosos del socialismo histórico, liberales de izquierda, cristianos de izquierda y minorías), el Partido Radical y la Democracia Cristiana. Los comunistas quedaron fuera de la nueva alianza por sus diferencias irreconciliables con la DC y no menos por sus diferencias con el PS, que abandonaba sus posiciones de izquierda marxista para entrar en la tercera vía. Los comunistas, además, quedaron fuera de toda posibilidad de tener representación parlamentaria, como efecto del sistema binominal instituido en la Constitución de 1980. Junto con el MIR y otras fuerzas como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) pasaron a formar la izquierda extra parlamentaria, con gran presencia en algunos sectores como el profesorado público, las organizaciones de defensa de los derechos humanos, las organizaciones de familiares de detenidos desaparecidos y los estudiantes universitarios.
La impecable jugarreta institucional que permitió a Pinochet moverse desde la Presidencia de la República a la Comadancia en Jefe del Ejército y desde allí al Senado en calidad de senador vitalicio, indicaba que el ex dictador era intocable en Chile. Esta probable impunidad es la que animó a los comunistas y sectores socialistas —desde el gobierno y creando tensiones en la alianza concertacionista— a dar su apoyo al juez Baltasar Garzón y a las instancias británicas para que Pinochet fuera juzgado en España. Pero al asumir esta estrategia, la izquierda fomentó a su pesar la desmovilización de la sociedad civil. Esto porque al aceptar que la suerte del ex dictador se decidiera en Europa, con leyes europeas, dejó a la mayoría de los chilenos viviendo la historia en las pantallas de televisión.
En el camino que se recorría para traer a Pinochet de vuelta a Chile o hacer todo lo necesario para que fuera a dar a los juzgados españoles, estaban las elecciones presidenciales de diciembre de 1999. Y allí quedó claro que la postura del gobierno y el socialismo oficial —no aceptar la juridicción española, traer a Pinochet de regreso a Chile— era la preferida por la población: la candidata del Partido Comunista, Gladys Marín, apenas rozó el 3% de la votación después que las últimas encuestas le otorgaban un potente 7%. Esta magra votación no sólo se debe, por cierto, a la posición comunista de promoción de la duda sobre la capacidad de las instituciones chilenas para juzgar al ex dictador. También influyeron en ella los enormes logros sociales y económicos alcanzados por los gobiernos de la Concertación en sus diez años al mando del país y la falta de un programa de gobierno comunista adecuado a la sociedad chilena del cambio de siglo.
No obstante, sin el desvelo combativo del PC y la tenacidad de las agrupaciones pro derechos humanos y de familiares de detenidos desaparecidos, la batalla por la justicia en Chile habría tenido mucho menos fuerza y quizás ninguna eficacia. La atención del mundo sobre Chile y el caso Pinochet se debe, en gran medida, a que estas fuerzas de izquierda extra parlamentaria se jugaron todas las cartas que tenían a la mano, incluida la de entregar al ex dictador a un país extranjero, para que se hiciera justicia. Ahora que Augusto Pinochet está de regreso y se ha puesto en marcha una amplia maquinaria judicial y política para llevarlo a los tribunales, quizás estas mujeres y hombres vean por fin satisfecha su necesidad de reparación por las humillaciones, tortura y muerte sin sepultura que sufrieron sus seres queridos. Sólo si Chile logra juzgar a Pinochet antes que se muera de viejo, se habrá cerrado el siglo XX para este país del fin del mundo. Es probable que entonces el PC desaparezca definitivamente de la escena política y que la izquierda que logre mantenerse a la izquierda del PS y el PPD invente nuevas formas de militancia y lucha política, pero especular sobre esto nos llevaría demasiado lejos de la contingencia. Lo cierto es que a la sombra de Augusto Pinochet la izquierda chilena quedó dividida entre una sólida formación de funcionarios(as) estatales que circula por los pasillos de La Moneda y el Congreso y un sector de ciudadanos vociferantes que ha conseguido poner en jaque la impunidad del ex dictador, desde la calle y por la sola fuerza de sus denuncias. Sectores complementarios, sin duda, ya que la sola denuncia sería ineficaz sin gente de izquierda que la respaldara en el gobierno y, este gobierno con componentes de izquierda haría mucho menos, si algo, de faltar la denuncia permanente.
Justicia Chilena y Derechos Humanos
La detención de Pinochet en Londres provocó igualmente un serio remezón en la justicia chilena. Durante la dictadura, el Poder Judicial fue ampliamente intervenido por las Fuerzas Armadas, a través de la Junta Militar que operaba como Poder Legislativo y Poder Ejecutivo a la vez. El 23 de septiembre de 1973, mientras en las cárceles morían y eran torturadas cientos de personas, el Presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia Manzano, declaraba en el Palacio de Tribunales y ante la Junta Militar en pleno, su “complacencia por el pronunciamiento militar y el cambio de gobierno”. Miles de recursos de amparo presentados en Tribunales para proteger a los detenidos por motivos políticos fueron rechazados sin mayor trámite y la Justicia Militar se hizo cargo, a su conveniencia, de resolver tanto los casos de militares involucrados en violaciones a los derechos humanos como los de aquellos acusados de atentar contra el estado.
Los crímenes cometidos por militares o agentes de seguridad del régimen pinochetista forman una larga y siniestra lista. Centenares de estos crímenes permanecen hasta hoy en la penumbra legal como casos de “detenidos desaparecidos”, pero otros no pudieron ser archivados por su notoriedad, por la valentía de algunos jueces o por haberse cometido en el extranjero. Entre los casos emblemáticos están el asesinato del ex General en Jefe del Ejército Carlos Prats y su esposa en septiembre de 1974 en Buenos Aires —Prats fue quien entregó el mando del ejército a Pinochet en 1973—, el atentado contra la vida de Bernardo Leighton (DC) y su esposa en Roma en octubre de 1975 y el asesinato de Orlando Letelier (PS) y de su secretaria norteamericana, en Washington, en septiembre de 1976. En todos estos hechos los tribunales de los países respectivos han probado la participación de agentes de los servicios de seguridad chilenos y han dictado sentencias. El general Manuel Contreras —conocido como el “Mamo”—, uno de los colaboradores más directos de Augusto Pinochet, director de la DINA en los años en que se cometieron estos crímenes, cumple hoy pena de presidio en Chile por el caso Letelier e Italia ha solicitado su extradición para que cumpla allí veinte años más de cárcel por el atentado contra Bernardo Leighton y su esposa.
Estos asesinatos y atentados cometidos en otros países consiguieron el efecto político que pretendían sus autores intelectuales, cual era evitar a cualquier costo que los chilenos en el exilio se unificaran en un posible gobierno paralelo, que apoyado por las democracias del mundo pudiera poner en jaque al gobierno de facto liderado por Pinochet. Pero la arrogancia de los militares chilenos que simplemente mandaron a matar a quienes desde el extranjero representaran un peligro, no quedó totalmente impune. Incluso, la condena del general (r) Manuel Contreras por el asesinato de Orlando Letelier podría llevar a pensar que también aquí en Chile la justicia ha cumplido con su tarea, pero lo cierto es que los crímenes cometidos en territorio nacional por la dictadura han sido mucho más difíciles de juzgar. No hay que ser un lince para deducir que Augusto Pinochet entregó a uno de sus colaboradores más cercanos a cambio de que dejaran en paz al resto de su gente involucrada en hechos de sangre. La condena y presidio de Manuel Contreras funcionó como señal hacia el extranjero de que en Chile imperaba la justicia y, en el frente interior, dejó las cosas en el orden que mejor convenía al ex dictador y sus colaboradores civiles y militares: Manuel Contreras y un par de militares de menor rango como el coronel (r) Pedro Espinoza a cambio de la libertad de todos los otros asesinos y torturadores.
La detención de Pinochet en Londres, su ausencia del país, echó por los suelos este precario equilibrio, dejó a la justicia con las manos un poco más libres y ahí están los hechos para probarlo: durante 1999 la justicia chilena ha encausado a seis ex altos mandos del ejército por casos relacionadas con violaciones a los derechos humanos durante la dictadura: el general (r) Sergio Arellano Stark por el caso Caravana de la Muerte de octubre y noviembre de 1973; el general (r) Ramses Alvarez Scoglia y teniente general (r) Humberto Gordon por el asesinato del sindicalista Tucapel Jiménez en 1982; los generales (r) Hugo Salas Wenzel y Humberto Leiva Gutiérrez, el teniente coronel (r) Kranz Bauer Donoso y el comandante (r) Iván Cifuentes Martínez por la Operación Albania o Matanza de Corpus Christi del año 1987. Por su parte las querellas presentadas contra la persona de Augusto Pinochet Ugarte suman, al día de hoy, más de setenta.
La Piedra de Toque
El Poder Judicial chileno está demostrando una fortaleza e independencia que parecía irrecuperable. Aprovechando algunos resquicios de interpretación de la Ley de Amnistía de 1978 está llevando a los Tribunales, como hemos visto, a algunos ex militares y agentes de seguridad responsables de los crímenes cometidos durante la dictadura. “Si me tocan a un sólo hombre se acaba el Estado de Derecho” amenazó en algún momento Augusto Pinochet, cuando ya había entregado el poder político pero todavía era General en Jefe del Ejército. Aquellos hombres intocables eran los ex generales y agentes que hoy están en la cárcel o procesados, y quien pretendía protegerlos es un hombre que estuvo bajo arresto domiciliario durante 503 días en Londres y que hoy está de regreso en Chile no por haber sido probada su inocencia sino, muy lejos de eso, por una poco clara incapacidad para enfrentar un juicio.
Lo más importante, en este renacimiento de la justicia, es que abre la posibilidad de reparar el daño que causó a toda la sociedad chilena haber vivido por casi dos décadas bajo un régimen que no respetó los derechos civiles y penales de sus adversarios. El mismo Augusto Pinochet, en 1995, en la celebración castrence anual del golpe de estado, refiriéndose a las violaciones a los derechos humanos que él y sus incondicionales justifican como precio por haber “salvado a Chile del comunismo”, hacía un llamado público a la amnesia: “Es mejor quedarse callado y olvidar”, declaraba. Lo cierto es que cualquier ciudadano medianamente instruido sabe que el silencio y el olvido son la peor receta para resolver los dolores y las contradicciones: lo silenciado tiñe todos los lenguajes y lo supuestamente olvidado sigue presente como fantasma que aparece en los momentos menos apropiados. La siquis individual y colectiva que apuesta por el silencio y el olvido —sobre todo cuando se trata de violencias con resultado de muerte— se condena a vivir sobresaltada para siempre. Juzgar a los culpables de torturar, asesinar y hacer desaparecer a centenares sino miles de chilenos es un acto de reparación social y saneamiento mental que está asumiendo el Poder Judicial a nombre de todos los ciudadanos, en tanto institución fundamental del estado-nación.
Ahora bien, ¿hasta dónde podrá llegar la justicia chilena? Lo correcto es que llegue al juicio de Augusto Pinochet, en tanto jefe máximo de todos los militares hoy inculpados. Mientras estuvo preso en Londres, el único procedimiento que correspondía para hacer justicia en Chile era solicitar su extradición. El juez Juan Guzmán, a cargo de las querellas criminales contra el ex dictador le envió a Virginia Waters un exhorto con setenta preguntas sobre su responsabilidad en los casos que se están ventilando en Chile. El exhorto fue devuelto en blanco, aduciendo razones de salud que habrían impedido su contestación. Basado en esta no respuesta, el juez declaró públicamente que seguiría avanzando en los trámites legales conducentes a solicitar su desafuero parlamentario, requisito indispensable para tramitar su extradición. Esta solicitud de desafuero es una diligencia estrictamente legal, que debe decidir la Corte de Apelaciones y, en caso de apelación, la Corte Suprema.
La reaparición de Pinochet en Chile acortó el camino y los ojos quedaron inmediatamente puestos en el juez Guzmán. ¿Le daría tregua? Ninguna. En un gesto que señala la firmeza del Poder Judicial, el juez Guzmán presentó a los tribunales la solicitud de desafuero apenas tres días después de la bullada recepción a Pinochet en el aeropuerto. Por su parte, el Consejo de Defensa del Estado se ha hecho también parte en el proceso, por considerar que las causas que enfrenta el ex Presidente de la República le incumben a toda la nación. Entretanto los equipos de abogados del pinochetismo afinan los detalles de la defensa. La batalla legal será larga y dura.
Ante este panorama, es conveniente recordar, y no se trata de un asunto menor, que una eventual condena a Pinochet desataría una crisis en el poder ejecutivo. En la Cámara Alta, la derecha cuenta con una serie importante de senadores designados por las Fuerzas Armadas y de Orden, los que al perder el respaldo efectivo de Augusto Pinochet, verían seriamente cuestionada su legitimidad. Desde un punto de vista puramente político, esto podría redundar en un fortalecimiento de la democracia, pero ya estamos acostumbrados a que la democracia en Chile —cuando se trata de Augusto Pinochet— pese menos que “las razones de estado” o los equilibrios políticos que hacen gobernable al país. En rigor, discutir la legitimidad de la derecha parlamentaria no solamente afectaría al poder legislativo sino al estado-nación en su conjunto, porque estos parlamentarios representan los intereses políticos, económicos y morales de un amplio sector de la ciudadanía. Augusto Pinochet sigue siendo la piedra de toque de la justicia y, por extensión, de la gobernabilidad del país. Los jueces chilenos saben que, a mediano y largo plazo, llevar a Augusto Pinochet a los Tribunales es necesario para redemocratizar a Chile, pero también saben que, en lo inmediato, este juicio acarrearía una seria crisis institucional. La pregunta, imposible de responder en este momento, pero que debe ser planteada porque de ella depende la salud moral y política de toda la nación, es si estos jueces están en condiciones de asumir un riesgo de tal envergadura.
Las señales a favor del riesgo de hacer justicia no son pocas: la petición de desafuero está en marcha, el gobierno y la oposición han reafirmado su respeto a las decisiones del Poder Judicial, las Fuerzas Armadas no han hecho hasta ahora ninguna demostración inconstitucional de su insatisfacción o desacuerdo por el encausamiento de sus ex altos mandos. Por ahora abogados y jueces pueden seguir adelante con su trabajo, pero a medida que el cerco se vaya cerrando en torno al ex dictador el caso se irá haciendo más delicado. El juicio a Pinochet es la incógnita clave que pende sobre el proyecto de identidad nacional que se puso en marcha con el triunfo electoral de Ricardo Lagos.
Chile a partir del 11 de marzo de 2000
Concluyo este informe después del largo fin de semana, entre el 11 y el 12 de marzo de 2000, en que se ha celebrado en todo el país el cambio de mando que instaló oficialmente en La Moneda a Ricardo Lagos. El nuevo Presidente de la República y sus equipos de trabajo han dado señales de voluntad de renovar la vida cívica. El sábado 11 Lagos recibió la banda presidencial en el Congreso que funciona en Valparaíso, de inmediato voló a Concepción (800 kms. Al sur de la capital) para hacer su primer discurso como presidente en provincias, regresó en la tarde a Santiago y celebró oficialmente su investidura en La Moneda. El domingo asistió al Te Deum en la Catedral Metropolitana donde recibió el respaldo de todas las iglesias acreditadas en Chile, desde la Católica a la Ortodoxa, y a eso de las dos de la tarde, mientras sostenía reuniones de trabajo con los mandatarios y altos funcionarios extranjeros que llegaron al país para saludarlo, se iniciaron las fiestas populares de celebración. Cada provincia tuvo su propia fiesta y en el Parque Forestal de Santiago hubo rock, títeres, cafés literarios, música folclórica, teatro al aire libre, malabaristas y música de cámara hasta entrada la noche, cuando el nuevo presidente subió al escenario principal frente al Museo de Bellas Artes para hablar a una multitud estimada en más de 200.000 personas.
El discurso presidencial estuvo centrado en enfatizar las promesas y proyectos ya delineados durante la campaña presidencial, de manera que se enmarca en lo estrictamente esperable. Lo interesante de este cambio de mando fue de otro orden, más simbólico y por lo mismo más profundo.
Lo primero que merece atención es la ausencia de Augusto Pinochet en la ceremonia de cambio de mando presidencial, el sábado 11 en el Congreso. Por su condición de senador vitalicio, el ex dictador tenía pleno derecho a estar allí, ocupando un sillón entre sus pares. Pero se abstuvo de asistir y su ausencia significa que Pinochet está en Chile pero retirado en una casa de campo, lejos de la vida política. ¿Intentará volver al Congreso la próxima semana, el próximo mes? Se lo va a pensar dos veces, porque su reaparición sólo atentaría en su contra: si tiene salud física y mental para legizlar la tendrá también para enfrentar un juicio. Las escenas del viernes 3 de marzo en el aeropuerto con el ex dictador sonriente, triunfal, que pegaron tan fuerte en el imaginario colectivo, quedan así compensadas apenas 8 días más tarde con su ausencia en el Congreso: está de vuelta, sí, pero su propia gente lo ha puesto en cuarentena.
El apartamiento de Augusto Pinochet de la vida cívica quedó también señalado en el video de repaso histórico que se vio en la celebración pupular frente al Museo de Bellas Artes. Allí se ofrecieron imágenes de un presidente de los años treinta, el radical Pedro Aguirre Cerda, luego de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y Salvador Allende (1970-1973). Se dejó oír la voz de Allende en su último discurso en La Moneda, cuando vaticina que “más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas” y se vio el vuelo rasante del Hawker Hunter que bombardeó el palacio de gobierno. No apareció ninguna imagen del período dictatorial, ni menos del autoproclamado presidente Augusto Pinochet. Sobre el humo de La Moneda en llamas surgieron las figuras de los presidentes de la Concertación, Patricio Alwyn (1990-1994) y Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000). Sencillamente Pinochet fue dejado fuera de la cita con la historia de Chile o, pero todavía, sólo enunciado en aquel vuelo rasante del avión de guerra y su secuela de destrucción.
Hay otro detalle no menor, en esta serie simbólica. La canción nacional de Chile, como la de casi todos los países del mundo, es originalmente una marcha militar. No obstante, los presentes en la celebración del 12 de marzo —y millones de chilenos a través de la televisión— entonaron por primera vez el himno con un arreglo musical distinto. Menos marcial, más valseado. Podría parecer una broma, pero no lo es. El himno que nos liga desde la infancia a la patria, que se escucha indistintamente en un entierro, un partido de fútbol o la inauguración de un puente carretero, posee una enorme carga simbólica. Ricardo Lagos y sus colaboradores —lamentablemente no conozco aún el nombre del músico que hizo el nuevo arreglo— se han atrevido a desplazar esta melodía desde la marcha hacia la danza, desde la guerra hacia la celebración. Sin duda, una forma amena de avanzar en la desmilitarización de una sociedad que hasta ahora ha vivido arrastrando el miedo a “lo que puedan hacer los militares” si los ciudadanos se alegran demasiado y se salen de la fila.
Por último, como signo de recuperación de las tradiciones ciudadanas que quedaron interrumpidas en los años setenta, y no menos como alegoría de la transparencia del nuevo gobierno, está la reapertura de La Moneda al paso de los transeúntes. El sólido edificio construido por el italiano Joaquín Toesca a mediados del XVIII —y reconstruido después del bombardeo de 1973— ocupa una cuadra entera en pleno barrio cívico de Santiago, y sus puertas de madera dan a la Plaza de la Constitución por el norte y a la Alameda Bernardo O´Higgins por el sur. Sus patios interiores son de piedra, con una pileta de agua y naranjos para refrescar el ambiente. Permaneció cerrado al público durante veintisiete años pero desde hoy los habitantes de Chile podrán cruzar nuevamente esa zona de Santiago por el corazón del palacio de gobierno. “La idea es favorecer el acercamiento entre los símbolos del poder político y la gente común”, han señalado los voceros de la presidencia, y así será sin duda, con todos los riesgos que tal acercamiento implica.
En un país como Chile, donde la figura del Presidente de la República acumula una enorme cuota de poder político, hay que entender todos estos símbolos y gestos de apertura popular como indicadores del sello personal del presidente Ricardo Lagos, un hombre de clase media, de sólida formación universitaria como abogado y economista, dirigente político desde sus años de estudiante, socialista de la tercera vía. La llamada transición chilena a la democracia se inició con los dos gobiernos anteriores de la Concertación, liderados por la Democracia Cristiana, en circunstancias mucho más duras y negociadas que las actuales. Con Ricardo Lagos se produce una forma de continuidad, por cuanto la alianza de gobierno es la misma, pero también una clara orientación renovadora, casi una refundación del proyecto concertacionista. Habrá que ver cómo se aprovecha este vistoso impulso inicial. En cualquier caso, por lo pronto se puede asegurar que este país del fin del mundo está más cerca que ayer de un destino liberado de la figura tutelar de Augusto Pinochet, reeditando formas de convivencia nacional que lo ligan a su historia democrática y republicana.

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