El Rol de la Cultura en Chile de la Transición:
“Chile = Pinochet”, y otras sinopsis de los años 90
Andrea Jeftanovic
10 de Octubre 2000
Hablar de Chile desde Berkeley, hablar del rol de la Cultura en Chile durante la época de transición desde este nuevo espacio, desde una considerable distancia física, desde un nuevo oficio – como estudiante de literatura de una universidad americana-; es para mí un ejercicio novedoso. Claro que hablo de Chile, y en especial me interesa el rol de la cultura, es y creo que será una de mis obsesiones pero esta vez las coordenadas son distintas. Cuando me pregunto por el rol de la cultura durante ese período, pienso en distintos fragmentos, reflexiones desordenadas que operan como sinopsis de una problemática mayor. Por ahora, sólo me atrevo a enunciar algunos titulares, 5 sinopsis, que sin duda están circunscritas a mi acotada experiencia personal y generacional.
Sinopsis N° 1 LA ECUACIÓN CHILE=PINOCHET
Salgo del país, vengo a estudiar a Berkeley, le digo a mis alumnos de español que soy de Chile, ellos me dicen en la primera clase, Pinochet. Viajo a España digo que soy chilena, me dicen ah! Pinochet. Voy a Marruecos, con el oficial de la frontera no hablamos ningún idioma en común, pero cuando ve mi pasaporte se ríe y me dice Pinochet. Y ese nombre-marca globalizado que traspasa fronteras es la única palabra que nos comunica bajo el mismo significante. Donde digo Chile, me responden Pinochet. A veces me dicen Zamorano, Neruda, Valparaíso. Rara vez me dicen Gabriela Mistral, cobre, Ricardo Lagos, vino, Roberto Matta, Los Jaivas, pisco, Jorge Díaz, madera, islas, Violeta Parra, ventisqueros, Claudio Bravo, desierto, Raúl Ruiz. Siempre aparece la ecuación: Chile igual Pinochet. Y casi me es natural, casi no me dio cuenta de lo que eso representa porque es parte del paisaje, porque es como decir que Chile es largo y angosto. Y es problemático que no me de cuenta, que halle natural que mi identidad nacional y cultural sea equivalente a un dictador, a un criminal de lesa humanidad, a un militar sin cultura.
Digo Pinochet y no es una sólo un apellido, no es sólo el nombre de un gobernante, es una constelación de conceptos y emociones. Digo Pinochet, y digo toque de queda, digo censura, digo degollados, digo clasismo, digo tortura, digo neoliberalismo, digo miedo, digo división, digo no a la cultura, digo estado de guerra, digo humanoides, digo protestas, digo silencio, digo impaciencia, digo intolerancia, digo moralismo-doble moral. Más allá de la discusión por la inmunidad o los efectos políticos, el tema es cómo un país ha su erigido su identidad cultural en torno a este personaje. Ya sea a favor de él, sobre la base de una profunda identificación; o bien, estando en su contra. Pinochet, más allá del individuo, es un universo de dogmas, un sistema valórico. Representa una cultura, no la única cultura del país, pero sí una determinada cultura.
Pinochet es una forma de relacionarnos, todos somos dictadores y subalternos en el trabajo, en el hogar, en las relaciones afectivas. Siempre queremos imponer nuestra verdad, porque la verdad es una, es única.
Pinochet es orden jerárquico, la noción de los superiores y los inferiores; el clasismo despiadado: la gente, los rotos, la clase media, los nuevos ricos, el jet set, la clase emergente, el red set, la aristocracia latifundista. Es la postulación al nuevo trabajo con foto tamaño carné para confirmar la “buena presencia”- aspecto caucásico, apellido vinoso-, y la red de amigos-conocidos son los requisitos básicos de toda ocupación; creando un círculo social endogámico que no se rompe nunca, donde los pobres siempre serán pobres, y los ricos siempre ricos. Porque la cultura pinochetista es globalizada cuando se trata de negocios, pero provinciana cuando se trata de cultura.
Pinochet también es una forma de hacer las cosas, de un modo prolijo, efectista pero solapado, borrando las huellas, sin responsalidades claras, donde la culpa la tiene siempre el de más abajo. Un móvil si autor pero con blanco certero.
Pinochet es la cultura light, la falta de conocimientos, la teoría burda, y lo peor, es la ignorancia arrogante.
- ¿General, cómo es su rutina?-le pregunta un periodista.
- Todas las noches estudio libros de historia, de filosofía, de ciencias políticas, de religión, de economía. Leo por 5 minutos y apago la luz.
- Pinochet lee un discurso con su voz terrateniente, y cito su cita: "como dicen los SEÑORES Ortega y Gasset..."
Pinochet es una estética, objetos ostentosos bañados en oro, casa amuralladas, cuadros de marinas y batallas navales, vino en cacho, mercedes benz con vidrios polarizados, mármol en los baños, muebles Luis XV, perla en la corbata; es montura inglesa, espuelas de plata, el grito del arriero que después toma té a las 5 de la tarde en juego de porcelana.
Pinochet es humor negro, la carcajada del prepotente, el chiste cruel donde sólo se ríe uno; imagínense o recuerden... estamos en gobierno concertacionista, comienzan las excavaciones de las fosas de los detenidos desaparecidos y se encuentran dos cuerpos en una tumba. Pinochet es interrogado por los medios de comunicación por este hecho y comenta... "mm, dos cuerpos en una tumba, pero qué economía más grande!!” No pasa nada, impunidad absoluta. Menos mal que estamos en Democracia.
Yo pensé que establecida la Democracia, Pinochet iba a pasar a la historia, a la pre-historia; pero sigue siendo presente, a veces incluso es futuro. Año 2000, Pinochet sigue figurando en los titulares de diario, provocando con sus ácidas intervenciones. Y por más que cambie de lugar y condición - Presidente de la República, Comandante en Jefe de las FFAA, Senador Vitalicio, militar en retiro- él sigue constituyendo la mirada panóptica de nuestro quehacer. Si Chile tiene un desafío cultural por delante, es definirse sin Pinochet, es consolidarse como país, con sus valores, imágenes y proyectos al margen de él. Pinochet, me refiero no sólo a la persona, no puede ser inmortal. Pero confieso algo, que quizás comparten muchos chilenos, me da miedo que Pinochet se muera. Es el dato de fondo. Ojo con la ecuación, Chile = Pinochet.
Sinospis N°2: Doctor Menguele, la otra cara de la verdad
A veces existen espacios donde la biografía personal se cruza con la historia colectiva. Me siento en uno de esos intersticios. Egresé de la escuela secundaria el mismo año en que se acabó la Dictadura, dos procesos paralelos que significaban una conquista de la libertad, un proceso de individuación; me liberaba de dos sistemas opresivos- nadie se imagina cómo son los colegios en Chile, menos desde América donde los estudiantes tienen derechos, eso es tema de otra charla; pero básicamente la mayoría de los establecimientos comulga con esa cultura del rigor, del miedo, de la jerarquía, del uniforme impecable, de las uñas limpias, de la humillación en público, porque allá los errores, las notas, son públicas (sobre todo las malas), y las evaluaciones arbitrarias.
Pero en fin, voy a otra cosa, mi estadía en el colegio no sólo tuvo aspectos negativos. Pertenecí a un curso bastante unido y conservo algunos grandes amigos hasta el día de hoy. Mi clase era un grupo representativo del país, la mitad estaba a favor del régimen, y la otra mitad en contra. Después de egresados acordamos realizar una vez al año una reunión de reencuentro. La transición avanzaba, yo paralelamente vagaba entre la historia, las letras, el periodismo, la psicología y finalmente la sociología. La verdad en el país era necesaria pero también implicaba descubrir lo más oscuro de ese período político. No es fácil mezclar la vida cotidiana con el destierro de la fosas en Pisagua, cómo se puede ir a una fiesta después de haber visto en el noticiero los esqueletos vendados y apilados en el desierto. O sentarse a comer en la misma mesa cuando la mitad de la familia siempre sostuvo que lo de Chile no era una dictadura sino que una dictablanda. Por eso me extraña esa noción optimista y casi eufórica de la Transición, para mí fue un período con tantas tumbas, cadáveres y funerales desfasados, entre ellos el de Allende.
Vuelvo a lo del colegio. La segunda reunión en 1990 coincidió con la publicación de algunos nombres de los responsables de ejecuciones políticas. Leo el diario y encabezando una de esas listas aparece el nombre del padre de un compañero de curso, que por cierto se llamaba igual. Su padre había sido el médico jefe encargado de diseñar los métodos de tortura en un conocido centro de detención. Sí, él fue el Doctor Menguele chileno, que así como el doctor nazi, se había preocupado de la ciencia de la muerte, de la ingeniería del sufrimiento, para manejar ese límite difuso entre el dolor y la confesión; o, para montar la muerte inodora, invisible, incolora, sin huellas. Él que era el apoderado estrella, el director del centro de padres, el padre médico que viajaba a congresos y que todos mirábamos con admiración, porque el resto de los padres eran profesores, comerciantes, economistas, contadores, pero él era el único papá MEDICO. Miré ese nombre y recordé la vez que yo volaba en fiebre, y él mismo me puso una inyección en casa. El señor torturador me había puesto una inyección sanadora con su mano asesina. A mí me hizo el bien, a cuántos le hizo el mal!. Todavía resiento ese pinchazo.
El compañero en cuestión no volvió a ir nunca más a las reuniones, espero que por vergüenza y no por orgullo. Esta es una simple anécdota, pero ilustra un fenómeno propio de la transición, descubrir que tal vez convivimos con un torturador sin enterarnos. Yo nunca lo imaginé, nunca lo supe; todavía me da culpa. Desde entonces me he dedicado a escribir y a reescribir entre líneas el grito de horror, de rabia, de vergüenza de ese hallazgo, y de otros. Esto tiene y no tiene que ver con el rol de la cultura.
Sinopsis N°3 Las dos Transiciones, las dos culturas circundantes
El gobierno de la Concertación impuso rápidamente la etiqueta del consenso, una fórmula simplista, falaz y superficial que intentó borrar el conflicto; y nos impuso la idea de una sociedad en paz y rentable. El consenso de la mano del neoliberalismo suspendió el duelo nacional y bajo un modo autoritario clasificó problemas y soluciones, causas y procesos. Pareciera que el Gobierno nos quiso indemnizar de tanto dolor con altas tasas de crecimiento, con bajas tasas de interés, con malls para comprar nuestro sueños, con alianzas comerciales. Y la cultura que avaló este programa, tuvo que ver con proyectos artísticos homogeneizantes, conformistas con las circunstancias, que exploraban territorios conocidos. Fue el reino del café concert, del humorista burdo que dispara chistes racistas, clasistas. O bien, del teatro de living, la literatura burguesa que fabrica estereotipos de exportación.
Para mí la verdadera transición comenzó cuando se detuvo a Pinochet en Londres, cuando se le señaló como criminal de lesa humanidad, cuando se escucharon las querellas, cuando se dictaron los fallos; aunque aun esté pendiente su enjuiciamiento. La Transición oficial fue una operación mediática, una negociación puertas adentro, una alianza comercial y política. La cultura de la verdadera transición, la que no transó ni con el consenso ni con el mercado ya venía murmullando desde el comienzo el malestar, el duelo pendiente, la sospecha, la violencia solapada cuando todos estaban celebrando en la fiesta maníaca de la bonanza económica y política. Quiero hablar de esa cultura, y del rol que ésta ejerció.
Sinopsis N° 4: Por favor, prendan las luces, se presenta la cultura nacional: la vanguardia y el subalterno no como moda sino como necesidad
Como en la mayoría de las Dictaduras, la cultura fue opacada, manipulada, obstruida por subversiva. La fórmula del gobierno autoritario fue anular las voces nacionales e importar modas, autores, cineastas, pintores, músicos del extranjero. El habla de Chile estuvo dominada por el discurso foráneo. En ese tiempo sólo se escuchaba música en inglés, se veían películas extranjeras no aptas para pensar; sólo conocíamos a pintores internacionales u de otra época. De la producción artística nacional y vigente, poco o nada. No quiero decir que durante la Dictadura no hubo cultura, claro que hubo movimientos subterráneos de los años 80 que buscaron espacios y lenguajes, formas de creación y protesta encubiertas de gran valor artístico y social. Pero las expresiones culturales manifiestas y oficiales tendrían obsesivamente referencias extranjeras, como si no tuviéramos nada que decir o nos diera miedo mirar y expresarnos.
Con la llegada de la democracia hubo una considerable proliferación de proyectos y registros en los distintas ámbitos de la cultura. Y quiero ser concreta y específica, porque para mí la cultura no es algo vago, teórico ni abstracto, sino que se corporiza en libros, obras de teatro, música, cuadros, esculturas, instalaciones, películas, ensayos, cortometrajes. Se trata de proyectos que logran superar la agenda política, las señales del mercado, y nos ofrecen una parte importante y auténtica de lo que somos y desde lo cual podremos leernos y ser leídos. El rol de estos trabajos, independiente del soporte que utilicen -palabra, imagen, tela, video- es escribir una historia que no sale en los periódicos ni en las enciclopedias. Éstos inscriben en un registro dinámico la voz colectiva, los murmullos de la calle, las pesadillas nocturnas, los temores diurnos, los fantasmas, las críticas, las preguntas, el malestar de los seres de un deteminado tiempo. Son trabajos que logran capturar todo eso y devolver en una frase, en una imagen, en una melodía, en una escena, en un diálogo una verdad que nos remece y golpea.
Sin duda se trata de obras que por su calidad son y serán universales, pero que en el momento en que fueron gestadas cumplieron una función social de protesta, de comunión, de empatía, de catarsis, de revelación, de sentido vital e irremplazable. Porque son proyectos que denuncian la inestabilidad de los nombres, roles y certezas; señalan las rupturas, esbozan los lugares subjetivos y la imposibilidad de establecer una verdad omnipotente. En general esta producción cultural en mi opinión adquirió, -y adquiere porque sigue en desarrollo-, formas vanguardistas no por moda, sino por necesidad. El derrumbe de las formas racionales de convivencia - tortura, censura, exilio, muerte- fracturaron los discursos tradicionales para dar paso a una estética del fragmento, de las ruinas, del absurdo, del quiebre. Lo interesante fue que si bien había una referencia constante el pasado histórico reciente-la dictadura-, éste estaba inserto en coordenadas descontextualizadas de espacio y tiempo, que provocó una explosión polisémica de significados y percepciones alejados de los relatos explicativos, y donde la historia como punto de referencia se descomponía. Es decir, su motor principal siguió siendo la experiencia de violencia y desquiciamiento del sistema de vida y valores de la sociedad chilena en la última década. Sin embargo, las tradicionales oposiciones entre opresores y oprimidos, entre victimarios y víctimas, entre idealistas y mercenarios; fueron desplazadas hacia otros territorios: los del erotismo, la marginalidad, el inconsciente, la historia privada, la culpa compartida, la violencia encubierta.
Por otra parte, en un país en el se había impuesto un orden social hegemónico se hizo necesario preguntarnos por la presencia e identidad del "otro", del que está al margen de ese orden que se impone cómo el único. Entonces, se comprende el interés por el sujeto subalterno, el protagonismo en estas proyectos de los locos, los pobres, los travestis, los jóvenes, los borrachos, los campesinos, los iletrados, los enfermos, los drogadictos.
Pienso en obras vitales y específicas que durante la transición me remecieron como ciudadana, como ser humano, como hija de un determinado tiempo. Son muchos los trabajos, sólo nombro algunos, pecaré de localista. Nombro los trabajos que tuve la oportunidad de ver y se quedaron frescos en mi mente:
(1) El campo del teatro fue potente y pienso en las producciones de El Gran Circo Teatro bajo la dirección de Andrés Pérez, que reeditó el teatro callejero y popular dando vida a la inolvidable Negra Esther, los amoríos de una prostituta de puerto con un poeta oral. O, La trilogía de la Compañía de Teatro de la Memoria de Alfredo Castro, que indagó en los márgenes de la sociedad, entre los travestis, los asesinos, los locos logrando una poética de lo obsceno. O, la obra de Ramón Griffero, Río Abajo, que montaba las vidas paralelas de seis vecinos de un edificio comunitario de clase baja, donde los jóvenes vivían el desencanto de la vida a las orilla de un río donde se drogaban, amaban y asesinaban. O el montaje, En La Soledad de los Campos de Algodón de Koltés por la compañía RKO SUEÑOS, donde dos hombres se violentaban y dominaban a través de la palabra. O, el tren de la obra Gemelos de la extraordinaria compañía LA TROPPA, donde un tren de juguete cruzaba el escenario por 2 interminables minutos; no importaba si ese tren iba a Auschwitz, a Tejas Verdes, a Kosovo; ahí estábamos todos siendo espectadores y cómplices de la industria de la muerte.
(2) En Danza, recuerdo a los 8 bailarines de la obra LOS RUEGOS, desnudos bajos impermeables que movían bruscamente para después equilibrarse y caerse del respaldo de una silla. O, la pieza El Espejo en el Agua de la compañía de Luis Alberto Araneda con sus movimientos secos y delicadamente violentos, donde una pareja corre desde extremos distintos del escenario para abrazarse en un golpe que los funde.
(3) En escultura, pienso en los Generales de fierro de Hernán Puelma que miran un horizonte insospechado. Los úteros de bronce de Fernando Castillo, las esculturas estridentes de Palolo Valdés.
(4) En libros, el volumen de crónicas La Esquina es mi Corazón de Pedro Lemebel es vital para descubrir un Chile invisible, cruel en sus diferencias, implacable en sus juicios. Indispensable fue también, el libro Los Vigilantes de Diamela Eltit donde una madre teme a los vecinos que invaden su espacio privado. O, El Infarto del Alma, de la misma autora, que es el colapso del amor, de la identidad, del otro.
(5) En música, recuerdo el recital de despedida del grupo de rock Los Prisioneros, en el que cantaron el himno dictatorial “El baile de los que sobran”… cuando ellos en realidad habían cambiado, y eran otros los que sobraban y de otro modo.
(6) En el cine, la película La Frontera de Ricardo Larraín es clave para comprender el tema de los exiliados, su difícil retorno, los traumas y las fracturas familiares tras esa experiencia. O el filme Caluga o Menta de Gonzalo Justiniano, que escenifica el tedio, la violencia y la desesperanza de los pobres en la naciente democracia.
Sinopsis 5, último titular: créditos para una próxima película
El proceso cultural chileno ha sido un espiral de movimientos antitéticos: de lo externo a lo interno”, del silencio al habla, de la depresión a la fiesta; de la euforia a la crisis. Creo que en la mayoría de los casos antes mencionados se intentó romper el discurso nacionalista del poder; desmitificando el concepto sagrado de Nación para buscar una nueva definición de la Identidad Nacional, que no viniera dada por el poder hegemónico, sino por el discurso y los sujetos que éste omite. Gran parte de estos proyectos se han construido a partir de las historias silenciadas, ignoradas y subterráneas de los no-heroicos, los no-próceres, los no-padres de la Patria.
Quiénes somos los chilenos, en tanto latinoamericanos y ciudadanos del siglo XXI? No sé. Estos proyectos han comenzado a indagar en esa identidad desdibujada, de un país que vivió por tantos años volcado hacia afuera y bajo falsos pactos. Las estéticas de las obras transicionales trabajan con los materiales y los vuelcos de una sociedad despojada de sus mitos, precaria, vulnerable, sin modelos ni heróes donde el país y los sujetos deben inventarse de nuevo.
Y porque confío en el relevante rol de la cultura, espero que en el futuro como consecuencia de este despliegue artístico y cultural, diga Chile y me digan teatro de vanguardia, cine social, pintura, libros, rock, y no más, o no sólo Pinochet.
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