Jamás olvidaré ese borrascoso atardecer del 3 de junio de 1975. Ni el chirrido de la enorme puerta de hierro deslizándose por el suelo de esa tierra maldita.
Apenas un par de horas antes me encontraba ayudando a mis hijos a hacer sus tareas escolares, cuando una patrulla de la DINA irrumpió violentamente en mi casa y me conminó a subir a un vehículo.
Uno de mis captores me cubrió los ojos con una tela adhesiva y un par de anteojos para el sol. Entonces la camioneta de vidrios polarizados inició una enloquecida carrera que concluyó frente a un recinto que, deduje, por el declive del terreno y el frío que calaba los huesos, estaba ubicado a los pies de la cordillera.
Las manos ásperas del conductor me empujaron con violencia hacia afuera. Luego, atravesé a tientas el umbral de un portón y me quedé parada, tiritando de miedo ante un paisaje invisible, tratando de descifrar los misteriosos sonidos que contiene el silencio.
El viento helado penetraba sin piedad el cuero de mis botas y empecé a escuchar, como en un macabro concierto, unos gemidos intermitentes, llantos ahogados y un escalofriante y prolongado alarido.
“Serán animales”, quise pensar. Miré al suelo por una ranura de la venda que me cubría los ojos y divisé las bellas baldosas italianas. En ese instante comprendí que había llegado a la antesala del infierno. Estaba en la Villa Grimaldi, el centro secreto de torturas más famoso de Chile.
En los días más negros, cuando de celda en celda, se propagaban rumores sangrientos, era difícil detener los atropellados latidos del corazón. Entonces yo me asomaba a la pequeña ventana de mi cuarto y permanecía largos minutos en silencio, persiguiendo la ruta de la alambrada sobre la muralla e imaginando los colores de los paisajes libres.
Una mujer de aspecto descuidado me tomó de la mano y me guió con inusitada delicadeza hacia un recinto lateral. Allí, sin más preámbulos, comenzó a desnudarme con rapidez, mientras otra gendarme, con voz de tediosa rutina, iniciaba el inventario de mis pertenencias. “Tres billetes, una cadena con una cruz de plata, un pañuelo para la cabeza, medio paquete de cigarrillos, un encendedor, una libreta de direcciones…”
Cuando abandoné la Villa, luego de 23 días infinitos, yo era otra persona. Después de los sádicos interrogatorios y de largas sesiones de tortura que incluían aplicación de electricidad en todo el cuerpo, yo me sentía sucia, vacía y humillada.
Hasta entonces el odio había sido para mí sólo un concepto intelectual. Sin embargo, ahora “ellos” me habían hecho conocer la perversa amplitud de ese sentimiento viscoso que se quedó agazapado bajo mi piel.
En los sórdidos pasillos de Villa Grimaldi aprendí a distinguir las sombras de las víctimas, los singulares ladridos de los perros y los frenazos de los vehículos que descargaban su siniestro botín de maltratados seres humanos en el patio.
Entre las voces de los guardias y los furiosos ladridos de los perros, las órdenes de vida o muerte del soberbio y sanguinario Miguel Krassnoff sembraban el terror entre los detenidos.
Poco después fui trasladada a Cuatro Álamos, otro recinto secreto para incomunicados que estaba a cargo de un teniente psicópata que abusaba sexualmente de las detenidas y nos sometía a absurdas sesiones de hipnosis y detectores de mentiras.
Vivíamos de a tres o cuatro en cada habitación y jamás se nos permitió tomar una ducha. Nos llevaban al baño una vez al día, dejando la puerta abierta para que nos sintiésemos mas humilladas frente al morboso escrutinio de los vigilantes.
Antes de que nos encerraran para dormir, solíamos entonar canciones pegadas a la puerta que daba al corredor y en ellas desparramábamos nombres, historias, sueños y deseos. Aunque el aquí y el ahora fuesen inciertos, nos empeñábamos en inventar futuro y, con porfiado optimismo, nos preparábamos para ser libres.
La clave era no desmoralizarnos, no darnos por vencidas. Sin embargo, a veces la desesperanza nos destrozaba el alma y nos deslizábamos sin frenos en un ánimo oscuro. Nos atormentaba el recuerdo de los que nunca llegaron a la otra orilla. Y memorizábamos los nombres, fechas y plegarias que en las paredes del recinto de incomunicados de Cuatro Álamos consignaban sus desolados testimonios.
Los de los hombres eran más informativos y precisos: “Soy de Temuco. Permanecí en esta celda entre el 13 de abril y el 2 de junio de 1974. Luego, daban nombres, edades, profesiones. Los de las mujeres, en cambio, dejaban lacónica constancia de sus existencias o testimonio de sus tristezas: “He vivido 16 días de horror, avisen a mi madre. Cecilia”. “Aquí estoy Dios. ¿Existes? Blanca”.
Sabíamos que “Cuatro Álamos” era sólo un perverso recorrido del camino. Allí nadie permanecía demasiado tiempo. ¿Estaría el detenido en abril de vuelta en Temuco? ¿Dónde había concluido la pesadilla de Cecilia? ¿Se habría acordado Dios de Blanca?
En los días más negros, cuando de celda en celda, se propagaban rumores sangrientos, era difícil detener los atropellados latidos del corazón. Entonces yo me asomaba a la pequeña ventana de mi cuarto y permanecía largos minutos en silencio, persiguiendo la ruta de la alambrada sobre la muralla e imaginando los colores de los paisajes libres.
Este es el testimonio de una presa política sobreviviente en un país sitiado por el terror y enfermo de miedo. Es solo un fragmento de la memoria de miles de hombres y mujeres víctimas de la represión en el tiempo triste de la tiranía.
Desde esos días de pesadilla, en Chile ha pasado mucha agua debajo de los puentes. Sin embargo, aún somos muchos quienes sobrevivimos al espanto y seguimos luchando por preservar el recuerdo de los que ya no están y no rendirnos ante la indiferencia y el olvido.
Estamos convencidos de que no es posible sanar el alma de nuestra patria dando la espalda a lo ocurrido. Porque sólo enfrentándolo evitaremos que esta tragedia se repita y seremos capaces de construir un futuro en que se valoren los derechos humanos y se reconozca la dignidad de cada ser humano que habita en esta tierra.
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