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lunes, 19 de noviembre de 2012

MASACRE SEGURO OBRERO 5 DE SEPTIEMBRE DE 1938








La denominada "Matanza del Seguro Obrero" fue un hecho de carácter político contra miembros del Partido Nacional Socialista ocurrida el 5 de septiembre de 1938 durante el gobierno de Arturo Alessandri Palma.

Los hechos se iniciaron cuano un grupo de jóvenes nazis intentó provocar un golpe de estado contra el gobierno, con la intención de que Carlos Ibáñez del Campo tomase el poder. El golpe fracasó, y los nacionalsocialistas ya rendidos a las fuerzas policiales, fueron baleados en el edificio de la Caja del Seguro Obrero, cercano al Palacio de la Moneda.

El impacto que produjo este hecho lo reflejó la elección presidencial de 1938, en que fue electo el candidato radical del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda.

Muchos de los implicados en este hecho de sangre, quienes dieron la orden de ajusticiamiento y quienes dispararon, nunca se conocieron.


FALLECIDOS

1. Enrique Herreros del Río                 2. César Parada Henríquez 

3. Francisco Maldonado Chávez         4. Juan Silva Tello

5. Hugo Badilla Tellería                       6. Jesús Ballesteros Miranda

7. Ricardo White Alvarez                    8. Julio César Villasiz Zura

9. Pedro Angel Riquelme Triviño        10. Mario Pérez Perreta

11. Mauricio Falcon Piñeiro               12. Luis Thennet Gillet

13. Héctor Thennet Gillet                   14. Guillermo Cuello González

15. Waldemar Rivas Vilaza                16. Hermes Micheli Candia

17. Raúl Méndez Ureta1                    18. Bruno Bruning Schwarzenberg

19. José Sotomayor Sotomayor          20. Gerardo Gallmeyer Klotzche

21. Neftalí Sepúlveda Soto                 22. Domingo Chávez Whalen

23. Walter Kusch Dietrich                  24. Víctor Muñoz Cárdenas

25. Juan Kähni Holzapfel                    26. Marcos Magasich Huerta

27. Enrique Magasich Huerta              28. Heriberto Espinoza Lizana

29. Jorge Jaraquemada Vivanco         30. Félix Maragaño Flores

31. Jorge Valenzuela San Cristóbal     32. Salvador Zegers Terrazas

33. Carlos Alfredo Barraza Robles     34. Jorge Alvear Soto

35. Víctor Tapia Briones                    36. Humberto Yuric Yuric

37. Jorge Tépper Bradanovic             38. Juan Orchard Fox

39. Alejandro Bonilla Tajan                40. Emiliano Aros Molina

41. Salvador Fernández Ponicio         42. Jorge Sepúlveda Céspedes

43. Timoleón Jijón González               44. José Figueroa Figueroa

45. Eduardo Suárez Suárez                46. Renato Chea Meneses

47. Manuel Silva Durán                      48. Daniel Jorge Jeldres

49. Carlos Jorge Jeldres                     50. Luis Arriagada Muñoz

51. Alberto Murillo Muñoz                 52. Julio Hernández García

53. Efraín Rodríguez Sáez                  54. Carlos Riveros Sáez

55. Hugo Moreno Donoso                 56. Alberto Ramírez Zamora

57. Manuel Jelves Olea                      58. Pedro Molleda Ortega

59. Carlos Muñoz Cortés





 






 “LOS ASESINOS DEL SEGURO OBRERO”, Carlos Droguett, 1949


... Nunca pensé que pudiera ocurrir tan de repente.

Todos creíamos que el Gobernador dejaria, en

el último tiempo, que el pueblo de abajo nombrara un

Gobernador como lo deseaba, pero nos olvidábamos

que eco no lo pddía querer el pueblo de arriba y que el
Gobernador tampoco lo querría. No ocurrió eso, pero
ocurrió en cambio que algunos estudiantes de los que
perseguía el Dentista con su gente, y algunos obreros
que ya no querían al Gobernador, pensaron expulsarlo
a él de su palacio. Esto ocurrió al comenzar el mes de
setiembre. Ustedes saben lo que es entre nosotros
este mes. En otra época, durante él ocurrió la independencia
de la ciudad del poder del conquistador godo.
Y cada año, además, este mes nos trae el viento tibio
que viene del verano distante, y aparece ya, encima de
él, el cielo, con su celeste cáscara tierna. El pueblo de
abajo, triste árbol aborigen, había pasado el invierno
con sus piernas metidas en la lluvia, suelto todo él en
el frío, habitado su pelo de piojos y de pulgas, de pájaros
secos. Era un árbol carcomido por la tisis, que abría
galerías por donde pasaba tosiendo el viento. Por las
raíces de sus pies llagados subía la leyenda, con el agua
y la nieve de los cerros, con el campo y el desierto, a
irrigar a la mujer del pueblo. Así pasó el pueblo en el
invierno. Luego, yo lo vi saliendo del invierno, abandonándolo.
Vivía-se conoce la casa-en la época
de interminables corredores, con un dolor en cada
puerta, un humo acre en cada día, la escarcha - ropa
blanca - colgada en largos cordeles ateridos, y la
muerte al medio, en el medio, abierta lo mismo que un
patio. Arrendatario de la miseria, vivía así, con mucho
frío, con mucha agua. Había neblinas a veces, una neblina
ploma, espesa, para abrigar la fiebre. Y una angustia
grande, pura y desabrida, igual que un hueso
remojado. En la noche llegabael recuerdo de la gente
muerta, de los chiquillos llevados cada alba al cementerio
y que cumplían años allá. Entonces la ternura
iba con su aceite, suavizaba las horas, se escurría en
las arrugas de la madre que se hacía abuela en un rincón.
El hombre se metía en el vino. Junto a una mesa
con amigos se ponía a tejer su suave telaraña. E! borracho
es un hombre trasmutándose en ángel. Ellos
se trasmutaban. El vino hacía interiores sus orejas.
Así ya no se sufría. Se hacían viejos, se hacían tristes
en el invierno. El vino les ayudaba a hacerse. Porque
el invierno es una triste sopa fría. Pero el pueblo de
abajo sólo mascaba maldiciones - con maldiciones le
rezaba al diablo-. Había un hambre para cada boca,
una tos para cada espalda. La tos-obrero funerario
cavando, sacando piedras del pulmón, sacando
sangre adherida a cada acceso, sacando muerte. en
suma. Inquilino de la pobreza, vino caminando, pasando
en el invierno de cuarto frío a cuarto húmedo,
de mes de junio a mes de julio y mes de agosto, de
cuarto frío a mes de setiembre, a meses del verano,
poblaciones obreras. Se estaba cayendo el invierno, el
tiempo húmedo estaba demoliendo su rabiosa arquitectura.
Se estaba incendiando el conventillo del invierno
con el sol.
En la noche llegabael recuerdo de la gente
muerta, de los chiquillos llevados cada alba al cementerio
y que cumplían años allá. Entonces la ternura
iba con su aceite, suavizaba las horas, se escurría en
las arrugas de la madre que se hacía abuela en un rincón.
El hombre se metía en el vino. Junto a una mesa
con amigos se ponía a tejer su suave telaraña. El borracho
es un hombre trasmutándose en ángel. Ellos
se trasmutaban. El vino hacía interiores sus orejas.
Así ya no se sufría. Se hacían viejos, se hacían tristes
en el invierno. El vino les ayudaba a hacerse. Porque
el invierno es una triste sopa fría. Pero el pueblo de
abajo sólo mascaba maldiciones - con maldiciones le
rezaba al diablo-. Había un hambre para cada boca,
una tos para cada espalda. La tos -obrero funerario
- cavando, sacando piedras del pulmón, sacando
sangre adherida a cada, acceso, sacando muerte, en
suma. Inquilino de la pobreza, vino caminando, 
pasando en el invierno de cuarto frío a cuarto húmedo.
de mes de junio a mes de julio y mes de agosto, de
cuarto frío a mes de setiembre, a meses del verano,
poblaciones obreras. Se estaba cayendo el invierno, el
tiempo húmedo estaba demoliendo su rabiosa arquitectura.
Se estaba incendiando el conventillo del invierno
con el sol. 
El pueblo de abajo se sentía animoso por esto, se
sentía robusto, nuevo. Se creía capaz de poder obligar
al Gobernador a que se fuese. Ustedes conocen la Universidad.
Es un edificio grande, viejo, sombrío, con
dos pisos, con dos patios grandes y fríos en el invierno,
y grandes y frescos en el verano: tiene salas grandes
y numerosas oficinas. Yo estuve esa mañaná ahí, fuí
a clases, porque entonces (no sé si ya se los he dicho)
yo era estudiante y aun no enfermaba. Las clases
duraban en la mañana hasta unos minutos antes de
las doce y se cerraban las puertas y nadie quedaba
adentro. Esa mañana - se supo después - un grupo
de estudiantes y de obreros se escondió, por ejemplo
en la terraza, en la sala del ajedrez, por ejemplo en los
baños, y dijeron: “iDerribemos al Gobernador!”, y al
momento juraron que lo derribarían. Luego, fueron a
averiguar si las puertas grandes estaban bien cerradas,
y después de un rato en que estuvieron fumando en
silencio, un poco pálidos, un poco nerviosos, se instalaron
tras las ventanas, afirmaron las carabinas en los
fierros y comenzaron a disparar. Ya estaban metidos
en eso grande y profundo, que los tragaba, que los tragaría
hasta el último.
El Gobernador estaba hablando por teléfono con
su ministro de escuelas cuando le avisaron, y tuvo
rabia y pens6 en el almuerzo que con exactitud comenzaría
a evaporarse desde que se lo sirvieran. Pensando
eso, rabiando y hablando llamó al General y le dijo
algo. El General se fué apurado. Era la una. Almorzó
una comida fría, que le dió la impresión de que comía
una comida muerta, y se fué enseguida a buscar asus
soldados. Cuando los encontró, arrastraron un cañón
cerca de la Universidad. El cañón disparó, la granada
rajó la puerta y explotó adentro, (en un espacio sombrío
y frío, a un lado, un barómetro descompuesto y al
otro un aviso de la cooperativa estudiantil). La granada
mató a dos estudiantes, los otros vieron saltar
sus cuerpos y quedar sosegado cada pedazo, desangrándose
(un pedazo de género delgado y grueso, un
pedazo de carne y un pedazo de sangre). Cada trozo
de carne era un pedazo de estudiante que no podía
faltar si se quería reconstruirlo, y cada trozo de carne
tenía un temblor, un dolor, tal vez un brillo, un pedazo
de alma. Fué corto todo eso. Caídas las puertas, se
metieron por ellas los hombres uniformados de verde,
con sus terribles armas rabiosas, y desgarraron y balearon
sobre cada par de ojos que los miraba, sobre
cada oreja que los oía, sobre cada cuerpo que los atestiguaba.
Siete muertos hubo ahí, pero no siete cadáveres,
sólo quedaron muchos pedazos de cadáver, 
piernas solitarias, brazos huérfanos, ojos saltados, cráneos
y cabellos hundidos sobre los sesos, la sangre y las ideas,
porque las ideas no son sino eso, pelos, sangre, carne
que dan su vislumbre.
No murieron todos. Treinta y siete salieron de
mala manera, salieron vivos, pero muriéndose por
dentro, ardiendo. ¿Se acuerdan de Yuric? El caminaba
delante, muy co!orado, muy rubio y alto, con su abrigo
azul, abierto, flotando, y con los dos brazos levantados.
Yo lo conocí mucho. Vivía en el barrio Independencia:
su madre era viuda, vivían pobres. Un día yo estaba
en la biblioteca de la Escuela, era el invierno.
Yuric se sentó a mi lado, sacó un cigarrillo, lo encendió;
después, lentamente, sach una pregunta. Había
ido con otros a las fiestas de la primavera, arrendaron
un carretón abierto (amigos, yo nunca tuve buena
memoria, llaman golondrinas a esos carretones)
y el dueño de él se había encargado del arreglo. Sobre
cuatro pesadas ruedas había instalado una alegoría.
Pero en el paseo de los carros, se derrumbó la alegoría
(tablas y lienzo con la marca del fabricante en tinta
azul) y hubo heridos. El problema era el siguiente: los
heridos reclamaban dinero, pero no podían reclamarlo
del dueño del carro. Yuric creía que podían, pero no
estaba seguro. Y me hacía la pregunta a mí. Yo nunca
fuí un gran estudiante. Cada artículo del código (cada
uno con un número, reos obligados a arrastrar siempre
el mismo significado), tan preciso y tan vago, me hacía
pensar en una especie de religión dura, de cuya
esencia nadie se podía apartar. Pero yo no podía, yo
me apartaba pensando, no me conformaba con las situaciones
normales y anormales que ellos contemplaban.
Cada artículo penal era la degeneración de un artículo
civil correspondiente. El matrimonio enfermo
se llamaba adulterio, parricidio. Yo no sabía, pues,
muchas leyes, pero conocía lo que detrás de ellas se escondía,
y, así, sabía que detrás del preciso artículo que
reglamentaba el aborto, había una mujer embarazada
llorando. No eran mi fuerte las leyes, y no pude satisfacer
la pregunta de Yuric. El se sonreía hablando de
la fiesta y de las heridas que le achacaban. Tenía una
sonrisa especial, gorda y varonil, pero no muy alegre,
Al mirar su sonrisa yo pensaba: Sus antepasados habrán
sido tristes. Y pensaba támbién en todos los que
como él, estudiantes y obreros del pueblo de abajo,
confiaron en el Gobernador y ya no confiaban. Estaba
cansado el pueblo de abajo, está cansado. Tiene un
cansancio muy grande, porque está cansado por él y
por los otros, por el padre y por la madre, por los cuatro
abuelos, que se murieron cansados en el otro siglo,
en otro barrio de la vida. Está cansado por el hijo que
tuvieron, y que nació raquítico, viejo, que nació cansado.
Tiene un cansancio grande, flaco y silencioso,
igual que el hijo que se les murió en el invierno,
delgado y largo pedazo de sufrimiento, hijo de un
cansancio y de otro cansancio. Le duele el pulmón izquierdo,
porque le dolía ya en el pulmón de su madre.
Ella era lavandera y, cuando lavaba, el dolor le frotaba
la espalda, jabonoso y rosado, lavándola a ella. De la espalda
de su madre pasó a la suya y era chiquito entonces,
era un dolor niño que no sabía nada que después
tendría que dolerle. Le duelen las manos del padre
obrero. Le parece, a veces, que en la mano derecha le
faltan dedos, no los siente a los dedos. Se extraña
la mano de tenerlos otra vez puestos,
porque la mano en un tiempo muy lejos perdió dos dedos
en la fábrica. El sabe que debajo de sus manos
le duelen las manos del padre obrero. Le
duelen los pies, por el abuelo y por la abuela, que se
vinieron emigrando a través de la tierra. Le duele la
lengua de los antepasados, goteando extranjeras palabras
que, al llegar, había que cambiar por otras
palabras también extranjeras, cual convertible dinero.
Se asustaba el alma de los gringos, se asustaba su lengua
porque querían meterle otro idioma, de la misma
manera como le meten los padres un hombre entre las
piernas a su hija, cuando la casan a la fuerza. Le duelen
los riñones, y él nunca ha estado con mujeres. Le
duelen los riñones del tío que vivió en el club de noche
y que nunca durmió solo, sino cuando se acostó
enfermo para morirse; le duelen los riñones del tío
que con él anduvieron entre alcoholes y mujeres, y
él los heredó, y él los tiene ahora, usados, viejos, y
mira a las mujeres, se ve obligado a mirarlas, como si
él ya no pudiera. Le duele el cuerpo, tiene un dolor
grande, pesado y bestia, que no lo suelta. No quiere
hijos, mujer preñada, no des a luz de miseria. No quiere
que llegue el hijo, para que este dolor después no duela,
desea que este dolor muera con él, ahogado en la tierra,
que se apague esa luz triste en el conventillo de
su cuerpo, que a tanta gente viva y muerta alberga.
Le duele el cuerpo de los pies a la cabeza, de mano
izquierda a mano derecha, le duele abiertamente. Le
está doliendo en el alma ahora, en la de él y en la del
padre y en la de la madre, en el alma del abuelo y de la
abuela. Es el dolor hermafrodita, que no es el padre
y no es la abuela. Es el dolor que a sí mismo se está
doliendo, es el dolor sin sexo, es lo sin sexo conocido,
es el alma del padre y de la abuela.
En la calle Morandé, en la puerta de la casa del
Gobernador, estaba el General, que preguntó : “¿Quiénes
son esos y adónde van?”. Cuando atravesaban la
calle, Enrique Herreros alzó la vista hacia el edificio
del Seguro Obrero, hacia el piso doce, y pensó en la
carta que había dejado en su casa, en su cuarto: “Para
ser abierta si no regreso a las seis de la tarde”. Tenía
recelos ahora, y pensaba que ya esa carta tenía una
seriedad que no tuvo la noche antes, cuando la escribió.
Entonces pensó vagamente que, quizás, no alcanzarían
a abrirla, pero la verdad era ahora que quizás
alcanzaran a leerla. Pasaron frente al edigcio del
Seguro Obrero, frente a la Caja Nacional de Ahorros,
frente al Banco, y ya Humberto Yuric comenzaba a
caminar frente a las oficinas de la Línea Aérea, cuando
vino un hombre uniformado a decir que había orden
de que retrocedieran. Ellos retrocedieron. Pero a esa
hora el destino ya andaba suelto en la ciudad. A
las tres de la tarde, las obras de construcción de
la polichica de la calle Maruri, al otro lado del río,
fueron suspendidas. El obrero Miguel Cabrera, que
trabajaba ahí, abandonó la faena en compañía de
dos amigos, trabajadores de la misma obra. Cabrera
vestía un jersey blanco bajo su vestón manchado de
cemento y de cal. Vinieron caminando por Morandé 
hacia Agustinas, y se encontraron con los prisioneros 
que venían desde la Universidad. Hubo un momento 
de confusión, los prisioneros retrocedieron, pasaron
frente al Banco, frente a la Caja de Ahorros. Cuando
llegaron al edificio del Seguro Obrero, los metieron
en él y los encerraron en una oficina de un piso alto.
Amigos, los metieron ahí porque horas antes también
otro grupo de estudiantes y obreros del pueblo
de abajo, se había apoderado de ese edificio, como los
otros de la Universidad. Ellos querían igualmente que
el Gobernador se fuese. Estanislao los mandaba. Cuando
entraron, mientras Barraza -era obrero en Valparaíso- 
cerraba las cadenas de la puerta, un hombre
uniformado que estaba en la esquina de la calle, en la
casa del Intendente, se acercó, acercó el revólver, pero
Gerardo. ayudante de Estanislao, apuntó primero y
ahí, en la misma esquina, quedó el cuerpo revolcándose,
buscando, atroz, la vida que acababan de escamotearle.
La sangre texminó de extender sus géneros y
sobre ellos se iué sosegando el cuerpo. Después de esto,
subieron ellos hasta el quinto piso y empezaron a acumular
muebles en la escalera. Ya estaba David Hernández,
pegado a la radio, gritando en ella: “Pitón 10”.
Pitón 10”. Su grito volaba por encima de la ciudad
hasta los lejazos campos de Las Condes, y sonaba allá,
dentro de un auto, en el patio de una quinta. En el
auto había un receptor y un hombre escuchando.
Mientras Hernández transmitía, los otros disparaban
hacia afuera, hacia la plaza en que estaba la casa del
Gobernador. Gerardo se asomó por una ventana, a
mirar hacia afuera, hacia abajo, en el momento en que
una bala se asomaba hacia arriba, hacia la ventana,
hacia adentro de su cabeza, hacia adentro de su vida.
Así entró Gerardo al edificio del Seguro Obrero. Así
salió. Gerardo era alto, alegre, buen mozo, le gustaban
las mujeres, vivía en Valparaíso.
Amigos míos, no se olviden tampoco de Yuric.
Yuric estuvo yendo por la escalera, hacia sus compañeros
que estaban en lo alto, resistiendo y esperanzando,
disparando balas hacia abajo y hacia afuera, disparando
miradas hacia la calle Morandé, hacia la casa
del Gobernador, y bajaba después Yuric hacia esa ola
verde y seca, que se movía en la escalera, en el descanso
de la escalera, poblada de carabinas y de balas,
habitada de peces rabiosos. Era una ola verde y blanca,
orillada ya de sangre, de cadáveres. Entonces
Yuric tuvo miedo. No, no es verdad, amigos. él no tuvo
miedo, sus nervios tuvieron miedo. Y cuando volvió a
subir quiso hablarles a sus compañeros, decirles que
no bajaran, que no bajaran nunca, que subieran cada
vez más arriba. iAh, si hubieran podido subir eternamente, 
alejarse! Yuric subió diciendo: “No disparen
que soy yo, Yuric”. Y les habló, les dijo que se rindieran.
Pero no, no querían rendirse. “Nunca nos rendiremos”.
Fué entonces cuando una bala llegó silbando
a buscar a Gerardo, que cayó, rindiéndose. Estanislao,
dijo: “Ahora nos rendimos, Yuric, Gerardo está muerto.
Díles que nos rendimos. Vamos a bajar”. Yuric vió
a Gerardo muerto, pensó: “Ahora van a bajar”. Y
cuando los otros comenzaron el descenso, trayendo el
cadáver de Gerardo, traían ya la muerte, todas las
muertes. Yuric lo sabía bien, sabía que morirían. La
muerte no era nada, lo terrible era morir y lo espantoso
de eso que la muerte comenzara a venir. Los hombres
de uniforme estaban en una oficina, esperándolos.
Cuando venían en la escalera les dispararon, fué una
descarga cerrada, una descarga abierta. Y entonces,
el Teniente paseó la ametralladora sobre ellos, rociándolos,
dejó después la ametralladora, y con el filo de
su sable comenzó a darle al primero. Era un muchacho,
que, quién sabe por qué, se descubrió el costado, con
ambas manos temblorosas, mostrando un forado hecho
ahí a punta de balas; cada disparo pasó llevándose
un trocito de sangre y se enterró con él en la pared, y
el último pasó limpiamente a través del hoyo, y se incrustó
solo, sin adherencias. Estanislao cayó con los
dientes apretados de rabia. Murió luego. A su lado,
Pedro Molleda se levantó chorreando sangre y gritando:
‘‘¡Viva Chile!”, pero el Teniente apretó sobre él
sus balas: sin embargo, Pedro Molleda dijo aún, pudo
decir completamente : “jMátame, mátame, perro!”
Después de esto, el Teniente se fué junto a un
muchacho que estaba tendido y que se hab’ ia incorporado,
y que comenzó a hablar, a hablar y no a gritar.
Eso era impresionante : “No importa, compañeros,
nuestra sangre salvará a la tierra”. Y entonces el Teniente
le gritó: “Qué vas a salvar vos, mierda”, y le
dió uno, dos, tres sablazos en la cara. Ah, el Teniente
Noé, tenía una gran dentadura, una firme, sana dentadura.
Se le vió entonces. Crecían sus dientes hacia
adelante, crecían de bruces, parecía que le estaban
creciendo desde el cerebro. Después, el Teniente bajó
la escalera. Le dolía el brazo. Cerca suyo había estado
un hombre de uniforme. que parecia tranquilo y
‘que, tranquilamente, cogió a un herido, lo arrastró.
El herido se llamaba Jesús Ballesteros. El hombre
uniformado lo acomodó un poco entre sus piernas
abiertas y, agarrando entonces su carabina por el
cañón, can ambas manos, le golpeó una, dos, tres veces.
La cuarta vez golpeó encima de un cadáver. Subió
un hombre tarareando, iba contento, sentía una necesidad 
en sus riñones y estaba feliz de poderla cumplir.
No podía subir muy rápido, la escalera estaba llena de
cadáveres y de moribundos, el hombre resbaló en una
sangre. Era sangre que salía desde un agonizante que
estaba ahí con la cara crispada en un rictus desesperante,
que parecía una sonrisa. El hombre se puso con
rabia, ‘‘Ríete ahora, baboso”, le gritó, y le quebró los
dientes de un taconazo, y siguió subiendo. Un uniformado
que bajaba le disparó en la cabeza a un herido
que se movía mucho y como aun se movía le disparó
otra vez y entonces, sí, le clavó la vida. Se la dejó inmóvil,
porque la muerte, para los que disparaban, no
era sino eso, la vida que había que dejar inmóvil.
Amigos míos, yo no invento nada, sólo hablo de
lo que existió, de lo que pasó en el Seguro Obrero,
Existieron una vez sesenta y tres muchachos. Pasaron
unos hombres cok uniformes, pasaron las balas, y quedó
?a sangre señalando el lugar en que ellos, antes de
morir, existieron. Sí, cuando hubo terminado la primera
faena, se ordenó sacar, de su encierro, a los vencidos
de la Universidad y, haciéndolos pasar, pisar sobre 10s
cadáveres de los otros, se les hizo bajar al otro piso y,
cuando venían en la escalera, el Comandante dijo a
a sus hombres: “Niños, a cumplir la orden”. Su voz estuvo
tranquila cuando agregó : “Con carabinas no,
usen los revólveres para que no reboten las balas”. A
uno de los vencidos la metralla lo alcanzó en pleno
vientre, se levantó difícilmente, apoyándose en el hombro
de un herido. Entonces el Coronel Bautista desenvainó
su sable, su crimen, y lo ensartó dos veces en él.
El Coronel Bautista tenía una cara bolsuda, blanducha,
que entonces, como estaba transpirando, parecía
que se derretía. En realidad, en el interior del
edificio hacía bastante calor esa tarde.
Un hombre de uniforme subió hasta el sexto piso,
se puso a mirar y a pensar porque no vió a los estudiantes,
a quienes había estado vigilando en un comienzo.
De repente, miró allá en la escalera a un herido
que se levantaba. El hombre fué allá, pero entonces
llegó el Cabo, cogió una carabina. El hombre le
dijo: “Mi Cabo, tapemos los cadáveres”. Pero el Cabo
replicó: “¿Quieres que te liquide a ti también”? y le
disparó al herido. Este cayó alsuelo, se volviíp a parar.
El Cabo le volvió a disparar. Cayo otra vez, se movió
un poco, pero, después, ya no. En seguida, se fué el
Cabo. Iba dando golpes secos con la carabina sobre los
cadáveres. Estaba apisonando los cadáveres, los moribundos.
Amigos, cada uno de nosotros sabe lo difícil
que es matar a un animal. Cada uno de nosotros ha
muerto uno alguna vez. Calculemos por eso, lo didícil
que es matar a un hombre (hay que matar cada trozo
de su cuerpo, cada mano, cada ojo). Ellos eran muchos
y el espacio en que los mataban era muy poco.
Por eso no se disparó una vez, sino repetidas veces.
Si alguno se levantaba, se le daba un tiro, si se levantaba
otra vez se le daba otro tiro, si se volvía a levantar
se le daba otro, y así hasta el octavo, hasta el décimo
tiro. Y aun el undécimo pudo ser necesario.
Hay en las catástrofes en que mueren muchas
vidas un sentido especial de la muerte. Los cadáveres
son menos tristes, pero sí más violentos, más apresurados,
y todos con la uniformidad del último gesto
siempre distinto y siempre igual. Es una especie de
muerte organizada y rabiosa, una especie de industrialización
de la muerte. Así ocurrió en el Seguro. Pero,
amigos míos, permítanme una pregunta : ¿llegará un
día la medicina, la ciencia, a imaginar un ojo, un oído,
para conocer el dolor humano? ¿Cómo puede curarlo
si no lo conoce, si no lo ve, si no lo oye? Ustedes saben
que el Doctor fué al Seguro a buscar heridos, estuvo
esperando en el vestíbulo, abajo, en el primer piso.
Entonces desde la calle entró un oficial alto, macizo.
Era el Mayor. Parecía que iba pisando en el aire. Subió
la escalera, y no habían pasado dos o tres minutos
cuando el Doctor oyó unos gritos horribles y unas voces, 
e inmediatamente una voz que, desde arriba,
gritaba: ‘‘¡Que se vayan los médicos! ¡Aquí no va a
haber heridos!”. El Doctor se fué. Después llegó otro
hombre uniformado, llegaron algunos oficiales, entre
ellos el General que venía a inspeccionar el edificio.
El General se fué en seguida donde el Gobernador. y
le dijo:
- Murieron todos los revoltosos, señor.
Y el Gobernador respondió:
- Bien muertos están.
En la noche, al amigo del Gobernador, le soplaron
en la oreja la noticia: “Hay sesenta muertos
en el Seguro”. El se encontraba en la calle. Al frente,
el edificio se elevaba en la oscuridad, imponente con su
doce pisos de silencio. Atravesó la calle. El corazón le
latió con violencia en un vestíbulo frío, semioscuro,
en que algunos hombres uniformados, inmóviles, velaban
en silencio. El silencio era grande, enorme, frío’
Allá arriba las luces lejanas de las oficinas abiertas
en los pisos superiores, daban resplandores inciertos,
daban una luz de aceite. Subió temeroso, cansado de
antemano, acechando en los peldaños lo atroz que adivinaba:
La escalera dió vueltas y no encontró nada,
dió otra vuelta, era seguramente el tercer piso, y en el
rincón lóbrego de un corredor recibió el primer choque.
Cinco cadáveres yacían arrinconados, bañados en
sangre. Dió vuelta a uno, instintivamente, quería
identificarlo, dió vuelta a otro. Sólo pudo ver que se
trataba de hombres jóvenes, con las ropas torcidas,
húmedas de sangre. Siguió la ascensión y se encontró
detenido por un cadáver que interceptaba la escala,
con los brazos abiertos, en posición grotesca, con
los pies en alto. Debieron lanzarlo desde lo alto. El solo
golpe habría sido mortal si las sanguinolentas heridas
no indicaran que ellas también habían sido capaces
de matarlo. Más allá, otro apoyaba su cabeza en el
muro, estaba sentado.El amigo del Gobernador tuvo
que saltar para seguir subiendo, porque el número de
muertos iba Creciendo, ascendiendo. En un descanso
de la escalera tuvo miedo. Yacían ahí, unos sobre
otros, formando montón, unos quince cuerpos ensangrentados,
con los ojos desmesuradamente abiertos
y sobre lbs cuales un muchacho rubio y de bigote
recortado, de marcado tipo extranjero, agonizaba.
Eran las diez de la noche. El edificio había sido ocupado
por la tropa seis horas antes...







LA MASACRE DEL SEGURO OBRERO

(www.puntofinal.cl/554/seguroobrero.htm)

LOS que se rindieron en la casa central de la Universidad de Chile fueron llevados al edificio del Seguro Obrero y masacrados junto con sus compañeros.

El 5 de abril de 1932 siete personas fundaron en Chile el Movimiento Nacional Socialista (MNS). Mientras diversos historiadores afirman que “sobre la mentalidad de este grupo gravitaba poderosamente la acción desarrollada por Hitler” (Ricardo Donoso, Alessandri, agitador y demoledor, T. II, Fondo de Cultura Económica, México, 1954), quienes fueron sus dirigentes (entre ellos Gustavo Vargas Molinare, Oscar Jiménez Pinochet, Carlos Keller y Enrique Zorrilla) lo presentan como una organización que aspiraba a implantar la justicia social y un Estado portaliano, sin relación alguna con los nacionalismos racistas de Europa. 

El general Tobías Barros Ortiz, que los conoció en la campaña presidencial de 1938 y fuera embajador en Berlín, expresa: “Los propios nazis tenían un nazismo muy particular. Yo conocí el auténtico después. El nazismo criollo tenía del otro las exterioridades, copiaron el uniforme, el saludo, pero, en realidad, no tenían la base ideológica totalitaria del otro nazismo, por ejemplo, la idea racista y las ideas totalitarias”.

El MNS, dirigido por el abogado Jorge González von Marées, creció rápidamente. A los cuatro meses de su fundación Carlos Dávila Espinoza les pidió formar parte de su gobierno, a lo que se negaron. Pronto van a comenzar los choques callejeros con los comunistas y especialmente con los socialistas, con quienes competían en la venta de sus periódicos: el semanario Consigna, de los socialistas, y el diario Trabajo, de los nazistas. Pero había algo en que coincidían: en la oposición al gobierno de Arturo Alessandri Palma (1932-38), al que acusaban de haber traicionado al pueblo.

Al iniciarse 1938, la oposición se presentaba dividida. Radicales, comunistas, socialistas y democráticos constituyeron el Frente Popular, que proclamó la candidatura del abogado y profesor radical Pedro Aguirre Cerda. Otros pequeños partidos (Radical Socialista, Organización Ibañista, Unión Socialista de Ricardo Latcham, etc.) formaron la Alianza Popular Libertadora que, junto con el MNS (que ya tenía tres diputados), proclamó a Carlos Ibáñez del Campo. Los partidos de derecha (Liberal, Conservador, y una fracción Democrática) apoyaban al empresario Gustavo Ross Santa María. A tres bandas, era seguro que ganaría este último, a quien favorecían el gobierno y el poder financiero de la derecha. 

No faltaron los que pensaron que era imprescindible la unión de las fuerzas de Izquierda, entre ellos Jorge González von Marées. En caso que no se produjera, sólo un golpe de Estado que asegurara la realización de elecciones libres y limpias garantizaría la derrota de Ross y la oligarquía. Comenzó, con este objeto, a entrenar en el mayor secreto a un grupo de jóvenes nazistas, rigurosamente seleccionados, y a tratar de tomar contacto con jefes militares, casi todos ibañistas, por intermedio de Caupolicán Clavel Dinator, coronel en retiro que serviría de enlace. 

El domingo 4 de septiembre de 1938, bajo un brillante sol, se realizó en Santiago la Marcha de la Victoria en apoyo al general Ibáñez, con participación de más de cien mil personas, entre ellas treinta mil nazistas. Los principales jefes ibañistas (Tobías Barros, Humberto Martones, Virgilio Morales, Juan B. Rossetti y otros) fueron a un local céntrico a celebrar por anticipado el triunfo. No asistió González von Marées. No estaba convencido de triunfar y, por el contrario, había ordenado apurar las acciones golpistas, fijando para el día siguiente la revuelta. Según el plan había que apoderarse de dos edificios céntricos, tomarse una radioemisora y dejar Santiago sin electricidad. Caupolicán Clavel daría el santo y seña a los jefes militares comprometidos, que tomarían el control de la situación. 

A mediodía del lunes 5 de septiembre el plan empezó a realizarse de acuerdo a lo programado. Un grupo de treinta y dos jóvenes dirigido por Gerardo Gallmeyer Klotze entró al edificio de la Caja del Seguro Obrero (que hoy ocupa el Ministerio de Justicia. N. de PF.), y se distribuyó por escaleras y pasillos. A las doce diez algunos nazistas comenzaron a cerrar las puertas del edificio pero el mayordomo trató de impedirlo. La dueña de un puesto de diarios avisó al cabo de Carabineros José Luis Salazar Aedo que salía de la Intendencia. Creyendo que eran ladrones se acercó, revólver en mano y dispuesto a disparar. Pero antes lo hizo un nazista, hiriéndolo mortalmente. Los amotinados fueron ocupando los pisos superiores, construyeron barricadas en las escaleras del séptimo piso y apresaron a medio centenar de funcionarios.

Otro grupo de treinta y dos jóvenes, encabezado por Francisco Maldonado Chávez, había ingresado a la casa central de la Universidad de Chile por la puerta donde hoy está la Librería Universitaria, ocupándola sin resistencia. A los académicos y funcionarios se les permitió retirarse, salvo al rector Juvenal Hernández Jaque que quedó como rehén.

En la casa de Enrique Zorrilla Concha, donde se había instalado el cuartel general de la operación, González von Marées, Oscar Jiménez y otros mantenían contacto radial con los amotinados del Seguro Obrero, los que habían instalado un aparato de radio operado por Julio César Villasiz Zura, que informó a Oscar Jiménez que el Seguro y la universidad estaban tomados.

Los otros grupos no tuvieron igual éxito. Los hermanos Jorge y Alberto Jiménez se tomaron la radio Hucke, después de las doce y media, pero el operador logró cortar la comunicación. Orlando Latorre González y un pequeño grupo sólo consiguieron desconectar una de las torres de alta tensión escogidas, con lo que se produjo una interrupción momentánea de la energía eléctrica en Santiago.

A las 12:25, el presidente Alessandri se dirigió de La Moneda a la Intendencia, donde increpó al intendente Julio Bustamante Lopehandía por creer que se trataba de un asalto gangsteril, volviendo luego a su despacho en La Moneda desde donde convocaría a las autoridades encargadas del orden público. Carabineros, entre tanto, había rodeado el Seguro Obrero, tomado posiciones en techos y terrazas vecinas y emplazado ametralladoras. 

Los amotinados, que tenían orden de resistir sin disparar, esperaban la aparición de las tropas del ejército que los ayudarían. Ignoraban que el “enlace” Caupolicán Clavel había “desaparecido” la noche anterior y nadie se había comunicado con los jefes militares de Santiago, por lo que ningún regimiento los auxiliaría.

Pocos minutos antes de las 13 horas se abrió el fuego contra el sexto piso del Seguro Obrero desde el edificio de La Nación. El presidente Alessandri, acompañado de su hijo Fernando, dirigía personalmente las operaciones. 

Quince carabineros lograron romper la cadena en la puerta del edificio, y al mando del comandante Ricardo González Cifuentes entraron hasta el tercer piso. A las 13:30 o poco antes, llegaron efectivos del regimiento Tacna frente a la Universidad y, para sorpresa de los nazistas, dispararon dos cañonazos con una pieza de artillería, derribando la puerta. Seis muertos fue el resultado de esta acción, en que no hubo, de acuerdo a las instrucciones, mayor resistencia.

A las 13:30 el general director de Carabineros Humberto Arriagada Valdivieso, quien cuatro años antes había dirigido la matanza de Ranquil y que “estaba saliendo de una mona, porque había estado en una farra el día anterior” (Tito Mundt, Las banderas olvidadas, Ed. Orbe, Santiago, 1964) recibió terminantes órdenes de rendir a los amotinados antes de las cuatro de la tarde. 

Arriagada, desde la puerta de Morandé 80 recibía las órdenes de Alessandri y las hacía llegar al coronel Juan B. Pezoa Arredondo, quien tenía el mando de la acción. Arriagada observó un cable que iba hacía la terraza del Seguro y ordenó al sargento Lavanderos, campeón de tiro con fusil y carabina, que lo cortara. Así, de un certero disparo, Lavanderos interrumpió las comunicaciones radiales de los rebeldes. 

En cuanto a los rendidos en la universidad, se les llevó, con los brazos en alto, por calle Morandé en dirección al cuartel de Investigaciones. En el camino los carabineros incorporaron al mecánico José Miguel Cabrera Barros, por haberse acercado a los amotinados. Al pasar por La Moneda, Arriagada exclamó: “¡A estos carajos hay que matarlos a todos!”. Tras cruzar Agustinas, por órdenes de Alessandri se les hizo volver y entrar al edificio del Seguro. Más o menos a las 14:40 horas fueron llevados a culatazos hasta el sexto piso, quedando en una sala a cargo del teniente Ricardo Angellini Morales.

Más o menos a esa misma hora el general Ibáñez, aconsejado por sus amigos, se entregó al único cuartel que mandaba un jefe que no le era afecto: la Escuela de Aplicación de Artillería de San Bernardo al mando del coronel Guillermo Barrios Tirado, desde donde fue conducido a la Prefectura de Investigaciones.

Cerca de las quince horas Gerardo Gallmeyer recibe un disparo en la frente (fue el único muerto en acción en el Seguro), al asomarse desde una ventana. En su reemplazo toma el mando Ricardo White Alvarez. Por calle Teatinos aparecen los regimientos Tacna y Buin. Los nazistas al verlos gritan alborozados. Pero al ver que abren fuego contra el Seguro, White grita: “¡Hemos sido traicionados! Estamos perdidos... ¡Chilenos a la acción! ¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile!”.

El comandante González Cifuentes, diez o quince minutos después de llegar los detenidos de la universidad al sexto piso del Seguro, envía a uno de ellos, Humberto Yuric, a pedir la rendición de sus compañeros. Al no lograr convencer a White, opta por quedarse con sus camaradas. Se envía entonces un nuevo emisario, Guillermo Cuello González, para advertir que si no se entregan, los rendidos en la universidad serán fusilados. White se resigna. Diez minutos después baja Cuello y da cuenta de su misión, tras lo cual se le da muerte de dos tiros en la cabeza.

Minutos antes de las 16 horas, y una vez que los rebeldes del Seguro se desprendieron de sus armas (algunas pistolas y revólveres viejos), y despejaron la escalera, los hacen bajar al quinto piso, junto a los funcionarios del Seguro. El mayordomo va identificando a estos últimos, que fueron entregados a Angellini. Los nazistas, en tanto, con las manos en alto son colocados vueltos hacia la pared en la escalera. Los oficiales Pezoa y González mandaron entonces al teniente Angellini a consultar sobre qué hacer. El general Arriagada, por intermedio del teniente coronel Reynaldo Espinosa Castro, contestó textualmente: “¿Que no entienden lo que se les dice? ¡Que los suban arriba a todos y que no baje ninguno!”. Pezoa, a los pocos minutos, recaba una orden escrita, la que le fue enviada (“De orden de mi general y del gobierno, hay que liquidarlos a todos”). Una orden manuscrita del prefecto jefe, coronel Jorge Díaz Valderrama, ratificó la anterior. Pezoa, entonces, ordena el cumplimiento a González, el cual se niega alegando que la orden es contraria a los principios de la institución. Se dirige a la Intendencia, intercede ante sus superiores para no cumplir la orden, recibiendo por respuesta: “¡Es orden del gobierno!”. Finalmente, implora clemencia al general Arriagada, quien responde: “¿Cómo se le ocurre pedir perdón para esos que han muerto a carabineros?”. Pero ante los argumentos, se compromete a hablar con el presidente. La gestión del director general no prosperó.

A las 17:30 horas el carabinero que estaba colocado al final del descanso de la escalera, de acuerdo a las órdenes recibidas, hinca la rodilla y aprieta el gatillo de su fusil ametralladora. Durante los cinco minutos siguientes todas las armas policiales disparan sobre los rendidos. Fue un asesinato masivo, cruel y cobarde. 

Con gritos de terror, unos, y gritando sus consignas partidarias, otros (ha perdurado la frase que Pedro Molleda Ortega dirigió a sus compañeros: “¡No importa, camaradas, porque nuestra sangre salvará a Chile!”), todos murieron, siendo después repasados con disparos y/o golpes de sable y yatagán. Después vino el despojo, el botín, el premio a la infamia. 

El teniente Antonio Llorens Barrera se negó terminantemente a acatar la orden, por lo que fue detenido y llevado al cuartel de Investigaciones. 

Ahora le tocaría el turno a los rendidos en la universidad, que se hallaban en el quinto piso. Se les llevó al cuarto, debiendo pasar por sobre los cadáveres de sus camaradas. José Cabello, alto funcionario del Seguro se identifica como tal, pero el coronel Eduardo Gordon Benavides, dándole un cachazo en la cabeza, le gritó: “¡Tú eres de los mismos, baja si puedes!”. Cuando comenzaba a hacerlo, un civil que acompañaba a la tropa, Francisco Droguett Raud, lo mató de un balazo. Carlos Ossa Monckeberg, otro empleado, fue ultimado no obstante sus reiteradas súplicas. Luego un capitán grita a los carabineros: “¡Ya niños, a cumplir con su deber!”, a lo que siguió la masacre. 

Pero faltaba otro capítulo: la impunidad. Comenzó esa misma noche, al arrastrar los cuerpos hacia las escaleras para aparentar que habían muerto en combate. 

A las 21 horas el diputado Raúl Marín Balmaceda, el doctor Ricardo Donoso Castro, el periodista Darío Zañartu Cabero, el capellán Gilberto Lizana y Alberto Canales, piden al mayor Luis Portales Mourgues permiso para entrar. Termina por acceder, bajo su responsabilidad, no obstante existir orden superior de prohibir la entrada a los civiles. Al recorrer el edificio, encuentran entre los cadáveres a tres nazistas vivos (Carlos Pizarro Contreras, Facundo Vargas Lisboa y Daniel Hernández Acosta). El diputado Marín se dirige a La Moneda, en tanto Zañartu y el doctor Donoso quedan junto a los sobrevivientes.

Marín regresó diciendo que Alessandri ordenaba que los tres fuesen protegidos. Los oficiales le creyeron. Pero la verdad es que no había hablado con el presidente. Una hora después se encontraría otro sobreviviente, Alberto Montes Montes, uno de los rendidos en la universidad. 

Al día siguiente, Jorge González von Marées y Oscar Jiménez se entregaron a las autoridades. 

El gobierno puso en marcha lo que el historiador Ricardo Donoso llamó “el escamoteo de la verdad”. Pidió al Congreso facultades extraordinarias y clausuró los diarios opositores La Opinión, del periodista Juan Luis Mery Frías y del diputado Juan Bautista Rossetti, y Trabajo, de los nazistas, y las revistas Hoy, de Ismael Edwards Matte, y Topaze, de Jorge Délano (Coke). Quedaron circulando los diarios de derecha y el radical La Hora, dirigido por Aníbal Jara, que inició una campaña destinada a divulgar lo acontecido publicando fotos, comentarios y revelaciones que estremecieron a la ciudadanía. 

La Cámara de Diputados nombró una comisión investigadora, ante la cual concurrieron actores y testigos de la masacre, volviendo a conmoverse la opinión pública con las declaraciones y revelaciones que hicieron los tenientes Angellini y Draves. El coronel Aníbal Alvear no dudó en señalar a los verdaderos autores. Preguntado sobre quién dio la orden de matar, contestó: “El asunto es bien sencillo, ¿quién da una orden de matanza, cuando el gobierno, un general presente y el presidente de la República están a pocos metros de distancia de donde ocurre la masacre?”. La conciencia pública se conmovió aún más cuando se supo que el personal que había participado en la matanza, además de ascensos, había sido gratificado.

La Corte Suprema designó un ministro en visita, Arcadio Erbetta, de la Corte de Apelaciones de Santiago. Fuertemente presionado prohibe, a pocos días, la publicación de informes periodísticos sobre el proceso. El 23 de octubre -dos días antes de la elección presidencial- dictó sentencia. Daba por comprobados los delitos de rebelión y conspiración contra el gobierno y el asesinato del carabinero Salazar. Condenaba a veinte años de reclusión mayor a Jorge González von Marées, a quince años a Oscar Jiménez y a penas menores a otros procesados. Absolvió a Carlos Ibáñez. 

La tragedia del 5 de septiembre decidió el resultado de la jornada electoral a favor del candidato del Frente Popular. Ibáñez retiró su candidatura y el diario La Opinión pidió el apoyo ibañista para Pedro Aguirre Cerda. Desde la cárcel, Jorge González lanzaba igual consigna.

Gracias a este apoyo el candidato de la Izquierda triunfó por 4.111 votos. Fracasarían las tentativas para revertir el resultado. En la medianoche del 25 la radio El Mercurio reconoció el triunfo de la oposición y pocos minutos más tarde Aguirre Cerda pronunció un discurso como candidato victorioso. El 11 de noviembre, el director general de Carabineros, Arriagada, y el comandante en jefe del ejército, general Oscar Novoa Fuentes, reconocieron el triunfo del candidato radical.

El 25 de diciembre asume el mando Pedro Aguirre Cerda e indulta a González von Marées y demás condenados. El general Arriagada fue llamado a retiro. La coalición triunfante presenta el 17 de marzo de 1939 una acusación constitucional contra Arturo Alessandri. En tanto, la comisión investigadora de la Cámara de Diputados concluyó que existió una orden superior, que fue impartida por Arriagada o por el presidente de la República. La mayoría derechista de la Cámara rechazó el informe.

En los primeros días de abril el fiscal militar Ernesto Banderas Cañas comenzó un sumario contra Arriagada y otros inculpados, expidiendo su dictamen a fines de junio, en que pedía pena de muerte para el civil Francisco Droguett, presidio perpetuo para Arriagada y quince años para los demás oficiales implicados. El 28 de septiembre de 1939 la Corte de Apelaciones sobreseyó definitivamente a Carlos Ibáñez y a los nazistas procesados y dejó sin efecto la sentencia del ministro Erbetta. El juzgado militar, por sentencia de 29 de abril de 1940, absolvió a algunos oficiales, condenó a Arriagada, González Cifuentes y Pezoa a 20 años de presidio mayor, y a Droguett a presidio perpetuo.

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