Carlos Peña |
¿Es razonable transmitir una serie en la que -mediante la ficción- se recuerdan las violaciones a los derechos humanos cometidas en la dictadura? ¿Valdrá la pena poner en las pantallas la atmósfera asfixiante de la persecución por motivos políticos?
Carlos Larraín piensa -según declaró esta semana- que no. Él cree que algo así sólo reabre heridas y pone a la izquierda de víctima.
¿Tiene razón?
La serie, financiada por el Consejo Nacional de Televisión y transmitida por TVN, recuerda, entre otras cosas, los hornos de Lonquén -cadáveres de campesinos asesinados a los que se intentó desaparecer mediante la cal- y dibuja la escena política y social de hace treinta y cinco años y el papel que a los diversos sectores -la Iglesia, la izquierda, la derecha- les cupo en ella.
Se trata, por supuesto, de una obra de ficción: los personajes, los detalles de la trama, los incidentes, las vicisitudes, lo que ocurre y lo que no, es inventado y es un fruto de la imaginación y la creatividad de quienes escribieron el guión y de los que, echando mano a su propia memoria lo actuaron hasta darle vida. Pero justo por eso -porque no aspira a ser historia, sino que inventa una- es probable que la serie sea más apelativa y más terrible que el más fidedigno de los documentales.
De esa manera la obra de ficción -la novela, o la serie televisiva- hace que el espectador se encuentre con su propia memoria y se vea a sí mismo reaccionando frente a esa situación que, a pesar de ser un cuento, él sabe paradójicamente que es verdad.
Gracias a ese mecanismo que la ficción pone en movimiento -un embuste que nos ayuda a ver mejor la realidad- hay ficciones que llegan a ser verdad y ayudan a inteligir mejor lo que cada uno fue o dejó de ser.
Es lo que hará, sin duda, esta serie.
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