Este lunes 24 de septiembre se sellará el destino del diario La Nación. Por lo menos tal es la idea de su directorio, controlado en un 70 % por el Estado de Chile, al convocar a una sesión extraordinaria para someter ese día, ante la junta de accionistas, “la disolución anticipada de la sociedad, la posterior liquidación de sus bienes y la realización de todos los actos jurídicos necesarios para la completa y correcta disolución y liquidación de Empresa Periodística La Nación S.A.”.
En un país con memoria, un país orgulloso de su patrimonio simbólico y no sólo de sus costanera center, su PIB y sus “Chile day” este dato no podría pasar inadvertido. No podría ser silenciado por el murmullo de la indiferencia. Oscurecido por el desprecio del tumulto, cuya mirada rehúye lo colectivo inmaterial y prefiere posarse sobre las falsamente inocuas vitrinas que alegran la cotidianeidad de nuestra modernidad.
Pero esto es Chile. Por lo menos el Chile actual. Donde hoy se hace difícil llamar la atención sobre nada que no se transe en el mercado ni rezume éxito material. Y hablar de La Nación, para muchos, no es más que defender un diario cualquiera. E incluso, uno que colegas convirtieron en panfleto –razones habrá por doquier- para apoyar los más disímiles gobiernos: ayer de centro izquierda, antes de ayer una dictadura militar de derecha.
Sin embargo La Nación es mucho más que eso. Con 95 años de historia a cuestas, su significado se incrusta en el corazón de lo que algunos, no sólo periodistas, entendemos por un medio público. Ese que se desarrolla bajo la premisa de que la información sí es un servicio social, uno esencial para construir sociedad. Que sirve a la comunidad, fundamento para su fortalecimiento.
Carencia de medios públicos
Hoy sobran los medios de comunicación que se rigen por las reglas del mercado. Está bien que así sea, fortalecen diversidad. Pero existen ciertos bienes públicos que no pueden dejarse exclusivamente al arbitrio de transacciones económicas.
Uno de ellos es la información pública. Esa que contiene el derecho a la libre información y a la libertad de expresión
Una sociedad debe crear sus propios mecanismos que aseguren la entrega de este servicio social. Y ese rol lo puede cumplir de mejor manera el Estado, al ser el espacio superior de los acuerdos, el epítome del pacto social. Porque aunque hoy sí existen medios que navegan contra la corriente del mercado y cuya línea editorial no se guía exclusivamente por los sones de la caja registradora, preciso es apuntar que su impacto aún no es contrapeso total de los devotos del neoliberalismo. Esos cuyo credo es “mientras menos pienses en colectivo y más consumas en lo individual, mucho mejor”.
No es novedad decir que en el Chile actual existe concentración del poder. Periodístico y comunicacional, en este caso. Por ello la frase de Franklin Delano Roosevelt, reiterada en más de alguna película, “todo poder conlleva una gran responsabilidad” pareciera no ser parte del ideario de ciertos medios nacionales.
Para entenderlo, un caso sintomático
El 11 de septiembre pasado, en la gruta de peregrinación política en que se ha convertido el Centro de Estudio Públicos, el economista Eduardo Engel se trenzó en una discusión con la subsecretaria de Desarrollo Social Soledad Arellano. En ella acusó a La Tercera y El Mercurio –en complicidad con el gobierno- de “matonaje comunicacional”. En el debate “Preguntas a la Casen 2011” el académico se quejó por un verdadero bullying periodístico que sufrió a raíz de un artículo publicado a principios de septiembre por The Financial Times. En el periódico inglés el profesional cuestionó la forma en que se gestaron los resultados de la encuesta Casen difundidos por el Ejecutivo y con los cuales se adjudicó una baja en la pobreza. Para expertos como Engel, lo que hizo la administración Piñera fue una maniobra para “incluir fuentes de ingresos adicionales que la Cepal había descartado” lo cual “nunca había ocurrido antes”. Es decir, asegurar por secretaría un resultado que favorecería la triunfalista versión del gobierno.
Sus palabras fueron claras: “Esa cobertura de El Mercurio y La Tercera, en este caso, yo no había visto nunca un matonaje comunicacional como el que he visto en estas semanas de parte del gobierno y de ciertos medios acá en Chile”. Dicho en buen chileno, la “capotera medial” que sufrió Engel se tradujo en difundir un mínimo y descontextualizado extracto de sus respuestas a la revista europea, de forma inversamente proporcional a la profusa cobertura de la versión del Ejecutivo.
El bullying de La Tercera y El Mercurio
La Tercera y El Mercurio lo hicieron una vez más. Aprovecharon su poder de fuego para imponer una verdad. Su verdad.
Una vez más porque no es la primera ocasión en que tales medios han relatado sólo una parte de la historia. Así lo han vivido muchos que han sentido el peso de no contar con medios realmente masivos que den cabida a las miradas más relacionadas con el interés ciudadano.
Ocurrió durante las movilizaciones previas a la votación –y posterior aprobación- de HidroAysén a nivel regional, el 9 de mayo de 2011.
Como una forma de ejercer el derecho ciudadano a petición a la autoridad pública, un par de semanas antes de la crucial sesión del Servicio de Evaluación Ambiental de Aysén fueron publicados en la web de Patagonia sin represas los antecedentes públicos de quienes tomarían la crucial decisión: sus correos electrónicos, teléfonos y direcciones institucionales. En forma paralela, jóvenes dirigentes del movimiento ciudadano ocuparon la información para instalar en el centro de Coyhaique un panel con el listado de autoridades haciendo un llamado a la responsabilidad.
Lo que podría haber sido la oportunidad para generar un debate sobre la autonomía de las autoridades regionales en el marco de las evaluaciones ambientales, la separación entre la vida pública y privada de los funcionarios de gobierno o el uso del espacio cívico para el control o la presión ciudadana, fue pretexto para que El Mercurio y La Tercera iniciaran una ofensiva de criminalización, como en muchos otros casos, del movimiento.
Esto a pesar de que en la acción sólo se entregó información institucional relacionada con los cargos de los decisores: ningún dato personal ni confidencial, sólo emails, teléfonos y direcciones postales de reparticiones públicas con el fin de que los ciudadanos pudieran hacerles llegar su opinión sobre el proyecto. No se buscó poner en riesgo su seguridad personal, toda vez que la información (reunida en un solo lugar) es pública y cualquiera la puede encontrar en un simple paseo por los portales de los servicios o a través de Google.
Sin embargo, El Mercurio vio –o creó- otras intenciones.
En una nota del 21 de febrero tituló que “funcionarios que evaluarán HidroAysén reciben presión de opositores al proyecto”. No tranquilo con eso, al día siguiente, consignó que “privados y autoridades critican acción contra funcionarios que evaluarán HidroAysén” dando cuenta de la versión de varios empresarios y abogados críticos a la acción, pero obviando –comprobadamente- a quienes lo vieron como un legítimo acto de control público.
El clímax se dio el domingo con una editorial de La Tercera donde el medio afirma que las “autoridades administrativas y judiciales tienen el deber de resguardar la integridad de estos funcionarios públicos ante la agresión que están sufriendo”. ¿Alguien cree que la ciudadanía tuvo iguales oportunidades para hacer sus descargos en el debate mencionado? ¿Alguien cree que estos medios, integrantes del duopolio comunicacional de la prensa escrita, entregaron una cobertura equilibrada del hecho? Lo cierto es que no fue así. Incluso El Mercurio, en su ofuscación, calificó el hecho de “terrorismo medioambiental”, contenido calumnioso al imputar un delito.
Gracias al poder plenipotenciario de El Mercurio, primero, y La Tercera, después, lo que partió como un simple ejercicio de control ciudadano mutó a un acto de terrorismo. Sin derecho a réplica equilibrada.
Un tercer ejemplo son los insertos de Patagonia sin represas en la prensa nacional. Lo común para un aviso publicitario es llamar la atención sobre aspectos no difundidos por la prensa. Porque la tarea de informar es de los medios y no de la publicidad.
Pero en Chile no ocurre así. En Chile, para las causas sociales y, particularmente las socioambientales, mucha información que permite a los ciudadanos tener un panorama completo de la realidad está vetada en los grandes consorcios periodísticos. En ellos, en muchos casos, para informar es necesario pagar. Porque de otra forma no los cubren.
Tal es el matonaje comunicacional del que habló Engel. Tal es el matonaje comunicacional que día a día viven millones de chilenos y chilenas. Tal es el matonaje comunicacional que un medio de comunicación público –escrito, televisivo, radial, online- puede en algo mitigar. Conversemos sobre el estatuto, conversemos sobre la conformación diversa del directorio, conversemos sobre el rol, pero no dejemos morir una importante herramienta de la sociedad.
No dejemos morir a La Nación. Porque con su desaparición se nos irá mucho más que un medio de comunicación. Perderemos un trozo de esperanza.
Por Patricio Segura
Periodista y miembro del movimiento de Patagonia Sin Represas. Fue parte de la mesa social de Aysén. En la actualidad es consejero Nacional del Colegio de Periodistas.
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