*Juan Guillermo Tejeda es artista visual y académico de la Universidad de Chile.
Pueden dar los especialistas las cifras anglosajonas que quieran, y medir aquí o allá la pobreza, el analfabetismo, la desnutrición infantil, el clasismo, las dolorosas migraciones campo-ciudad, las diferencias abismantes de ingreso, todo ello en los sesenta y principios de los setenta. Aparecían recién, como novedad los economistas. Felipe Herrera, Raúl Prebisch, Víctor Raúl Haya de la Torre empezaban a organizar, desde organismos como la Cepal, la mirada científica sobre el subdesarrollo, que en eso estábamos.
En eso llegó Allende, un personaje firme pero algo confuso, misceláneo podríamos decir. Masón y librepensador por un lado, digno miembro de la estirpe de su abuelo el radical y rojo Allende Padín que fuera Gran Maestre de la Masonería, fogueado parlamentario republicano de acuerdos, coaliciones, reuniones y pasillos, y presidente del Senado, miembro activo por otra parte de las juventudes socialistas y del PS, vistiendo en ocasiones el uniforme de miliciano, lo que abría paso a sus aspiraciones revolucionarias, joven ministro de Salubridad de don Pedro Aguirre Cerda, hombre, por otra parte, profundamente humanista, hedonista, celebrador de la vida y de sus regalos, amigo de la buena comida, de la buena ropa, del arte y la buena literatura, galante, ocurrente como su padre.
De toda esta amalgama tan chilena sacó en limpio Allende quizá una sola cosa: la dignidad. Chile era entonces y lo sigue siendo, en gran medida, un país de humillados.
Recorrió incansablemente Chile, una y otra vez, en sus sucesivas campañas presidenciales frustradas, una y otra vez por la terca apatía de los votos. Por fin, en 1970, Allende lo consigue y logra una primera mayoría relativa. Convertido en Presidente, da una conferencia de prensa en tenida algo combativa, una chaqueta de cuero algo ceñida, y anuncia sus primeras medidas. El programa de gobierno de la Unidad Popular era, visto con ojos de hoy, un programa demencial, irrealizable: reforma agraria rápida, drástica y masiva, que consistía en liquidar el latifundio vigente desde la colonia; constitución del área social de la economía nacionalizando unas cien grandes empresas; nacionalización del cobre enfrentando a poderosas compañías norteamericanas; reforma educacional para contrarrestar el poderío de los curas en la enseñanza; sistema de abastecimiento estatal de bienes de consumo familiares saltándose los canales comerciales, y mejor no seguir.
Pero Allende, una y otra vez, logra tocar tras muchas vueltas el bendito clítoris sensible, maltratado, pero aún gozoso, de la chilenidad, y como buen político intuye él que se trata de una chilenidad humillada. Hasta los ricos más ricos son humillados por los gringos. Y los de clase media por los ricos. Y los pobres por los de clase media. Chile es un país humillado, el deporte nacional es humillar o ser humillados, y Allende, en medio del caos de su gobierno, mantiene el control porque la gente sabe lúcidamente o con oscuridad que la humillación, con él, se terminó.
A Allende le va bien en su programa de reformas, que se van haciendo a gran velocidad con el apoyo de los sindicatos y de la calle, pero le va menos bien en el estado de la economía no ya sólo en términos macroeconómicos, sino también en la lucha de la dueña de casa o del estudiante por el diario trozo de mortadela. Logra nacionalizar el cobre (de lo que hasta hoy disfrutamos, incluidas las Fuerzas Armadas), pero el ambiente interno es denso, irrespirable. Hay en marcha una insurrección en contra de Allende. Onofre Jarpa es el líder patriarcal campesino, Jaime Guzmán la inteligencia penetrante y activa. Los democratacristianos se sienten, con razón, ajenos a las acciones de Allende. La gente está inquieta.
Pero Allende, una y otra vez, logra tocar tras muchas vueltas el bendito clítoris sensible, maltratado, pero aún gozoso, de la chilenidad, y como buen político intuye él que se trata de una chilenidad humillada. Hasta los ricos más ricos son humillados por los gringos. Y los de clase media por los ricos. Y los pobres por los de clase media. Chile es un país humillado, el deporte nacional es humillar o ser humillados, y Allende, en medio del caos de su gobierno, mantiene el control porque la gente sabe lúcidamente o con oscuridad que la humillación, con él, se terminó.
Haremos cola para la parafina, compraremos galletas de agua en lugar de pan, nos contentaremos con las telas de Yarur estatizada, es igual. Se terminó la humillación.
¡Cómo sufrían los momios! Era un agrado verlos hacer sus declaraciones de impuestos, que hasta entonces pagaban sólo nominalmente. Era grato y, al mismo tiempo, terrible ver cómo debían luchar para mantener el patrimonio que desde tiempos inmemoriales había pertenecido a sus familias. Habían sido educados en una cultura de la humillación al otro, de la falta de solidaridad, una cultura profundamente conservadora, católica, agraria, clasista, racista, integrista, de cierta felicidad un poco lenta. Casas de fundo. Primogénitos divirtiéndose en París. Huevos chimbos. Vestidos franceses y autos llegados por barco. Y ahora estaba en la calle este pueblo unido que les pedía cuentas, una masa humana que no se sentía ya humillada sino más bien enardecida, pero sobre todo con una extraña paz.
Paz que duraría poco. El estado de humillación nacional se reinstauró en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, bajo el vuelo de aviones y helicópteros a cargo de las cuatro ramas de las Fuerzas Armadas. Y Allende, que había hecho presente varias veces su amor por la vida, por la buena vida, cumplió también su palabra de no ser derrocado, de no ser sacado de su escritorio presidencial, de resistir hasta el final. De no ser humillado.
No sabemos si sabría él lo que dejaba detrás suyo, ese desastre que nos tocó vivir tras su muerte. Es verdad que fue un caballero con su personal, ordenándoles a todos que abandonaran el Palacio ya bombardeado y humeante, y de todos se despidió con un cálido apretón de manos, él en tenida de combate de Jefe del Estado, con el casco en la cabeza. Una vez que quedó solo, se retiró a su despacho, se encasquetó el cañón de su fusil ametralladora (que le había regalado fatídicamente Fidel) y disparó, desparramándose su cráneo y cerebro por las paredes. Poco después entraban al Palacio de La Moneda las tropas comandadas por el general Palacios, y comenzaba en Chile la cacería humana a cargo de militares, funcionarios, delatores y otras hienas.
La Junta Militar de Gobierno se encargó de dejar claro, desde el principio, que los tiempos de dignidad habían terminado. Sólo el general Bonilla fue siempre atento a este matiz, y dijo entre otras cosas que sabía él que cada cual tenía su camiseta política aunque, por ahora, la idea era seguir llevándola, pero no mostrarla. Poco después estallaría en el aire el helicóptero del general Bonilla. Una misión técnica que se ocupó de investigar las causas del accidente sufrió un percance similar, muriendo también sus integrantes. Nadie siguió investigando.
La humillación a la que se opuso Allende empapó entonces hasta los tuétanos el alma de Chile. Morir es horrible, pero al final moriremos todos. Lo humillante es que venga alguien y te diga a ti y a tus familiares cuándo y de qué forma has de morir. Lo humillante es convertir a un mortal de pocas luces y mala baba como Pinochet en árbitro del misterio de la muerte. La tortura es una degradación sin límites, donde chapotearon los pinochetistas, y los gritos de los torturados no los oían los que entonces eran alcaldes de Pinochet y hoy calientan asiento en el Senado o en la Cámara de Diputados. Y seguían, sin duda, los torturadores instrucciones de manuales norteamericanos, que eran similares en Argentina o en Uruguay.
Enlodaron Pinochet y sus amigos a las Fuerzas Armadas, y no dejaron espacio en ellas para los militares chilenos de toda la vida, recios, escasos quizá de imaginación, pero rectos y con sentido del servicio público.
Entró a gobernar el país una cáfila de humilladores de distintas procedencias. Y los chilenos tragábamos, gateábamos, reptábamos. No sólo los más perseguidos. También los más del medio, cuando se llevaban a un vecino y había que mejor no preguntar, o cuando exoneraban a aquellos que según la Evelyn era para después cobrar una pensión reparatoria, y se quedaban esas personas con hijos y sin trabajo y sin nadie que les quisiera dar trabajo, porque eran apestados, parias.
Y dentro del catálogo de humillaciones directas o indirectas de Pinochet, la señora Lucía, doña Margarita Riofrío de Merino, las damas de distintos colores del voluntariado, el PEM y el POHJ, la carreta de huasos del esquinazo, los entonces alcaldes Cristi, Melero, Cantero, Orpis, Moreira, Kuschel, García Ruminot, Prokurica, Pérez Varela, los repugnantes lectores de noticias fecales de los canales de televisión y para qué seguir, dentro de ese manual de miseria humana donde humillar ideológicamente al otro, humillarlo físicamente, humillarlo analmente con perros, humillarlo con desahucios habitacionales, humillarlo con exilios y campos de concentración y centros de tortura especializados e insonorizados, dentro de ese asco que jamás había ocurrido en nuestro pobre país, había seres cándidos que no se daban cuenta.
Joaquín Lavín se enteró recién con Aylwin de toda aquella pesadilla. Iván Moreira solo vio las cosas buenas. Evelyn Matthei tenía solamente veinte, o veintiuno, o veinticinco, o treinta, o treinta y siete años, y no se percataba. Adoradores de la humillación humana. Secretos gozadores del gozo de tener a los demás sometidos.
Cuarenta años después se van cayendo a pedazos todos estos seres. Y las rarezas que tenemos en el binominal o en la Constitución, en la educación o en la salud son ramales de aquella gesta humilladora del 11 de septiembre de 1973 que hasta el día de hoy nos tiene tragando fango.
Podemos divisar y recoger hoy, a la distancia, en 2013, la dignidad de Allende, su lucha ineficaz pero firme en contra de la humillación colectiva de un país. Es quizá el momento de hacerle un saludo, y debiéramos levantarle un nuevo monumento porque ese que existe lo hizo alguien que de dignidad sabía poco porque, según dijo, si le pagaban correctamente hacía feliz uno de Pinochet.
Lo que busca en estos días la gente cuando ve “Las imágenes prohibidas”, o lo que intuyen los jóvenes en el vintage que es hoy Allende, es quizá esa dignidad, esa lejana firmeza republicana, humanista, que nos lleva a decir que ‘no’ a la humillación.
Firmeza que debiera permitirnos barrer y echar de la vida pública remunerada por el Estado a todos aquellos humilladores profesionales que han pervertido a nuestro país, han enlodado a nuestras tradiciones y, por cierto, no nos han traído la felicidad, sino un espeso estado general de desasosiego, algo siempre desagradable e inmasticable. Eso que puede adoptar muchas formas, a veces microscópicas, eso que se llama humillación y que es igual de letal que la muerte pero más invisible, menos comprobable. No más humillaciones.
http://www.elmostrador.cl/opinion/2013/09/05/allende-no-mas-humillaciones/
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