Frente a nuestra celda en el subterráneo tenebroso de la CNI de la calle Borgoño, estaba encerrada una mujer. Sus gritos se confundieron con los nuestros cuando nos dieron la primera brutal andanada de golpes, tras bajar los trece peldaños hacia el subterráneo.
Las instalaciones estaban llenas. Pocos días antes, un grupo de patriotas intentó el tiranicidio y las detenciones y razias arreciaban. En venganza habían sido asesinados cuatro personas. Una estela de terror cruzaba el territorio.
Las celdas del cuartel de Borgoño eran amarillas y medían cinco pasos cortos de largo y de ancho, a lo más un metro veinte. Una puerta de fierro, una ventanilla y un camastro de concreto.
A la mujer de la celda de enfrente la torturaban mucho. Le preguntaban por el desembarco de armas de Carrizal y sus gritos aumentaban nuestro miedo en esos pasadizos monstruosos. La televisión era subida de volumen y se oía la voz inconfundible de Enrique Maluenda. Por los gritos que llegaban a pesar de la televisión, era posible saber que el trato dado a la mujer era mucho más terrible que el reservado a los hombres. Al que estaba a cargo de la tortura lo reconocíamos por el ruido que hacía con una cadena y por su silbido, cuando iba por alguien a las celdas. Entonces, comenzábamos a tiritar.
A la prisionera de la celda de enfrente era una mujer la que la llevaba a la sala de tortura. La sacaba en medio de amenazas, golpes, ofensas, humillaciones, sin importarle su llanto aterrado ni sus súplicas. Y luego, desde nuestras celdas, podíamos escuchar, a pesar del Show de la una, cómo la torturaban. Al rato, era devuelta a su celda, llorando de una forma desgarradora, mientras la mujer a cargo de su vigilancia le propinaba un trato brutal de golpes, insultos y amenazas.
La voz de esa mujer torturadora causaba un miedo adicional en esos pasillos del terror, pero era la de una mujer común. No tenía una carraspera adjudicable a una loca, ni la ronquera de una poseída, ni el balbuceo de una alcohólica. Parecía ser la de una oficinista, una dueña de casa, una vendedora. No tenía voz de torturadora. Pero lo era.
De vez en cuando, en la noche, la mujer de la celda de enfrente se ponía a gritar. Serían sus pesadillas, sus dolores, su terror. Entonces aparecía la mujer que la custodiaba, abría la celda y la golpeaba e insultaba de una manera mucho más brutal, cruel y agresiva a como lo hacían los hombres, sus colegas y jefes de la CNI.
Una mujer aterrorizaba a otra mujer indefensa, rendida, torturada, en el límite de sus fuerzas, presa de la desesperación y del miedo más profundo.
Estos recuerdos aparecen en el momento en que se ve al contingente de carabineras que fue encargado de sacar a las muchachas del Liceo Carmela Carvajal, quienes mantenían tomado su colegio en una muestra soberbia de dignidad y solidaridad. Fueron detenidas y golpeadas de una manera insana.
No hay entre las muchachas dos opiniones respecto de esas mujeres policías en su rol indigno de carceleras. Maltrataron, humillaron, golpearon con ferocidad, con un lenguaje grosero y una brutalidad que el sentido común cree propio de los hombres y no de las mujeres. Las niñas coinciden que esas mujeres vestidas de verde fueron mucho más agresivas y malas que sus colegas hombres: “Son más perras”, dijeron a coro.
Varias preguntas quedan en el aire: ¿Cómo una mujer, madre, hija, puede llegar a ser la castigadora cruel e insensible de una niña de quince años? ¿Qué proceso traumático debe sufrir una mujer para llegar a ese límite grotesco y horrible, qué agresión temprana, qué zurra paterna habrá dejado esa huella cobarde que se demuestra en toda su magnitud trágica en esas mujeres policías? ¿Qué formación reciben en sus escuelas matrices que las hace actuar como poseídas del odio más feroz contra muchachas de primero medio?
Nada bueno se puede estar incubando en esa tropa de mujeres policías, que decidieron seguir una carrera atraídas por un futuro estable, al servicio de la gente. De una manera lastimosa terminaron en conductas que no aparecen en los folletos promocionales de la institución.
Conocido fue el caso de la mujer policía que durante la dictadura fue capaz de adiestrar perros para violar a detenidas. Y otras, a las que se les probó su paso por las brigadas de la Dina, que secuestraron, torturaron, asesinaron e hicieron desaparecer a personas.
La policía es necesaria en toda sociedad. El pueblo les encarga el uso de la fuerza para mantener el orden y la seguridad de las personas. Pero no para que se ganen la vida aterrorizando a niñas y niños. Jamás una persona normal podría justificar como propio de un trabajo sano el castigo, el golpe aleve, la burla, la humillación.
Estas mujeres, a cambio de un sueldo y las posibilidades de una carrera, se someten en conciencia a la vileza de castigar sin asomo de sentimientos a una niña de escasos catorce o quince años, como parte de su currículum, de su formación integral de policía, como condición de valer militar para el ascenso. Son utilizadas por los mandos para inocular una dosis extra de miedo en las estudiantes. Son lanzadas al ataque no para hacer más blando el castigo, considerando la rudeza extrema de los subordinados varones, sino para hacerlo más perverso.
Las imágenes muestran a mujeres policías enfundadas en uniformes verdes, peinadas correctamente, usando aritos de perlas y arrastrando sin misericordia a niñas que podrían ser sus hijas. Pero que no lo serán jamás.
Ricardo Candia Cares
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 765, 31 de agosto, 2012
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