El mocito
Por Jorge Morales
"Yo soy el tipo más honesto que pisa la Tierra aunque tú no lo creas. Aunque fui participe involuntariamente de secuestros y asesinatos y de todo el atao… Yo los vi, pero nada más. No podrías tú acusarme a mí de asesino… ¿sí o no?".
Con esas palabras de Jorgelino Vergara que abren El mocito, Marcela Said y Jean de Certeau establecen el marco conceptual y ético de lo que presenciaremos a continuación. Más parece una arenga autoafirmativa que una pregunta, pero los realizadores al montarla en el inicio del documental la redirigen hacia los espectadores para que en el transcurso de la película vayan tomando una posición y encuentren una respuesta. ¿Se puede presenciar desapariciones, homicidios y torturas y no asumir ninguna responsabilidad sobre esos hechos? Si bien hay algunas consideraciones políticas y personales –vivíamos en dictadura y Vergara tenía sólo 16 años-, ¿son realmente atenuantes suficientes para desligarlo de su complicidad en los crímenes?
Por eso resulta tan impresionante cuando Vergara se reúne con Nelson Caucoto, un emblemático abogado de derechos humanos, para conseguir una indemnización estatal como víctima de la dictadura. El largo plano fijo de la entrevista con Caucoto, en una oficina donde hay una ruma de expedientes a su espalda (presumiblemente de casos de atropellos a los derechos humanos), atendiendo desde su escritorio a Vergara, es tan feroz e insólito, que pone alerta sobre la verdadera naturaleza del personaje. No se trata de un tipo que esté arrepentido de los hechos violentos que le tocó participar de manera "involuntaria", sino que incluso quiere sacar provecho de esa supuesta inocencia. Aunque patológicamente él pueda considerarse a sí mismo de verdad una víctima, lo que la escena expone es la curva moral de un oportunista.
De un modo relativamente imperceptible, Vergara va modificando su aspecto: con bigote, sin bigote, con lentes, sin lentes, con boina, con sombrero alón, etc. Pero justamente, esa conducta camaleónica (que no busca ni la aprobación ni conmiseración del resto sino simplemente evadirse), es su marca de identidad. Vergara tiene como único propósito su propio beneficio. Puede ser un paria, pero al mismo tiempo su falta de arrepentimiento lo convierte en un tipo arrogante y egocéntrico. En ese sentido, el nombre del documental alude a un sujeto permanentemente menospreciado, pero que ahora con falsa humildad busca su protagonismo.
A diferencia de sus trabajos previos –I love Pinochet y Opus dei- que podían ser muy incisivos y ácidos, carecían de la profunda dimensión ética y política de este trabajo, pero resultaban menos equívocos en sus conclusiones generales porque sus personajes eran más honestos y menos escurridizos. La escena final –de Jorgelino Vergara ofreciendo su testimonio a los familiares de un detenido desaparecido- puede parecer un gesto de reparación, pero también el acto magnánimo de un narcisista. En ese sentido, hay una ambigüedad que pone a los realizadores en una zona perturbadora: ser los facilitadores de la compasión de un monstruo.
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