Publicado digitalmente: 17 de septiembre de 2006
Las elecciones de 1970
En 1933, el mismo año en que Hitler llegaba al poder y las derechas desplazaban a la coalición republicano-socialista del gobierno español, un doctor en medicina, nacido en Valparaíso en 1908, fundó con un número casi diminuto de amigos el Partido Socialista de Chile. Se llamaba Salvador Allende y cuatro años después fue elegido para la Cámara Baja del Congreso. Dos años más tarde, se convirtió en ministro de Sanidad de un gobierno presidido por Aguirre Cerdá. En 1945, Allende fue elegido senador, una ocupación que desempeñaría durante un cuarto de siglo convirtiéndose en 1968 en su presidente.
Sin embargo, si la carrera legislativa de Allende había resultado un éxito, no podía decirse lo mismo de sus intentos por acceder a la cumbre del Poder Ejecutivo. Desde 1952 no dejó de cosechar fracaso tras fracaso hasta que, frente a las elecciones de 1970, sus posibilidades de victoria parecieron mayores que nunca al enarbolar la bandera de la denominada “vía chilena al socialismo”. En otras palabras, la llegada a un sistema socialista derivaría de la puesta en práctica de una serie de medidas legislativas impecablemente legales y democráticas. Por añadidura, las opciones de centro y derecha que podían oponerse a Allende en las elecciones de 1970 no se encontraban en su mejor momento. El gobierno de Eduardo Frei, partidario de la denominada “revolución en libertad”, había llevado a cabo un programa claramente reformista que incluyó la legalización de los sindicatos campesinos y un aumento del presupuesto educativo. Sin embargo, la inflación había crecido hasta un treinta y cinco por ciento y, sobre todo, resultaban escasas las posibilidades de presentar un frente unido cara a Allende. Frei, que hubiera podido ser un rival de peso, no tenía posibilidad de presentarse para un segundo mandato por imperativo de la Constitución. Los demócrata-cristianos veían como candidato ideal a Radomiro Tomic, antiguo embajador en Washington. Éste era partidario de una política aún más escorada a la izquierda que la de Frei —Allende llegó a decir que en algunos puntos el programa de Frei era más avanzado que el suyo propio— y las derechas no deseaban apoyarlo. A diez meses de las elecciones su candidato era Jorge Alessandri, un antiguo presidente que ya había vencido a Allende años atrás.
Frente a esa derecha dividida se hallaba dispuesta una múltiple opción de izquierdas que iba del partido socialista de Allende a otros cinco partidos entre los que se encontraba el comunista. Para estos, el programa de Allende —reforma agraria, nacionalización de la industria del cobre y mejora de la sanidad— no iba mucho más allá que el presentado por Tomic. Allende era consciente de que las posibilidades de victoria eran ahora mayores que nunca y puso todo su empeño en forjar una coalición de izquierdas que pudiera derrotar a las divididas derechas. Así, a inicios del verano de 1970 nació la Unidad Popular (UP) con Allende como cabeza de lista.
El 25 de marzo el Comité Cuarenta, una rama del CNS presidido por Kissinger, aprobó un plan para “evitar la victoria electoral de Allende”. El 18 de junio, el mismo comité procedió a discutir el denominado “Plan Korry”, cuyo nombre derivaba del apellido del embajador norteamericano en Chile. Éste preveía la entrega de fondos a las fuerzas contrarias a Allende y, en el caso de que eso no evitara su triunfo electoral y Allende resultara vencedor por mayoría relativa, la concesión de medio millón de dólares que permitiera cambiar la orientación del voto en el Congreso chileno. El dinero de la CIA y de las multinacionales fue empleado a conciencia en actividades que iban desde la utilización de periodistas de más de una treintena de países para escribir artículos y reportajes contrarios a Allende al esparcimiento de rumores sobre el colapso económico que se produciría de vencer la UP o las pintadas alusivas a las matanzas que se desencadenarían en el caso de una derrota de las derechas. Finalmente, el 4 de septiembre de 1970 tuvieron lugar las elecciones. Tomic quedó el tercero con un 28 por ciento de los sufragios. Por lo que se refiere a Alessandri y Allende, sus resultados fueron muy igualados. Mientras que el primero obtuvo el triunfo en Santiago, el segundo consiguió una ventaja mayor en el campo. Finalmente, Allende ganó las elecciones por unos treinta y nueve mil votos.
El 7 de septiembre, la CIA redactó un documento donde se valoraba la victoria de Allende. El texto remachaba que Estados Unidos no tenía “intereses vitales en Chile” y que el equilibrio militar no quedaba “alterado significativamente”. Sin embargo, insistía también en el impacto psicológico. Éste significaba un retroceso de Estados Unidos y un avance “de las ideas marxistas”. Al día siguiente, el Comité de los Cuarenta se reunió para decidir la trayectoria que debía adoptar la política de Estados Unidos en Chile. Kissinger dio instrucciones directas a la embajada en Santiago para que estudiara las posibilidades de éxito de un golpe militar en Chile que, “apoyado u organizado con la ayuda de Estados Unidos”, impidiera la llegada de Allende a la presidencia. Cuatro días más tarde, sendos informes procedentes de la embajada en Santiago y de la CIA señalaban que la perspectiva del golpe era impensable en la medida en que los militares ni deseaban ni podían tomar el poder y además Estados Unidos carecía de recursos suficientes para presionarlos. El 14 de septiembre, el Comité de los Cuarenta volvió a reunirse para encontrar una alternativa al golpe. Así nació el proyecto conocido inicialmente como “Gambito de Frei” y, posteriormente, como “Track I”.
De acuerdo con el mismo, se intentaría bloquear la llegada de Allende a la presidencia mediante la reinstauración —ilegal— en la presidencia de Eduardo Frei. Éste debía disolver el Congreso, dimitir de la presidencia e invitar a las fuerzas armadas a controlar el poder. Con posterioridad, se convocarían nuevas elecciones a las que ya sí podría presentarse Frei y de las que debería emerger como vencedor. El “gambito de Frei” contaba con demasiados puntos débiles. De entrada, Frei podía disentir profundamente de Allende pero era, en cualquier caso, un hombre respetuoso de la Constitución que, difícilmente, se plegaría a quebrantarla. Por lo que se refiere a los militares era también dudoso que estuvieran dispuestos a tomar el poder y, una vez en él, a abandonarlo para convocar nuevas elecciones. Pero aún en el supuesto de que esto sucediera nada hacía pensar que Allende perdería los nuevos comicios. Finalmente, se optó por una variación que, en apariencia al menos, respetaba la letra de la Constitución chilena aunque, en la práctica, viciara el resultado electoral.
Dado que Allende no había obtenido una mayoría absoluta, la elección del presidente chileno quedaba en manos del Senado y de la Cámara de Diputados que, lógicamente, votaban al que había obtenido mayor número de sufragios pero que, en teoría, podía optar por otro de los candidatos. Ambas cámaras contaban en conjunto con doscientos escaños por lo que Allende necesitaba un mínimo de ciento uno para asegurarse la elección, pero la UP tenía 83 escaños, mientras que la Democracia cristiana contaba con 78 y el Partido Nacional con 39. Partiendo de esa base, el proyecto norteamericano pretendía que los diputados de la Democracia cristiana y del Partido Nacional no votaran a Allende, el candidato más votado, como era costumbre sino que otorgaran su apoyo al segundo, Alessandri. Éste dimitiría a continuación y se convocarían nuevas elecciones a las que podría concurrir Frei como rival de Allende. El plan no era imposible y hubiera triunfado de no ser por la oposición del propio Frei, su pieza clave. El 9 de octubre, la Democracia cristiana anunciaba que sus votos irían dirigidos a Allende con lo que éste contaba con el apoyo suficiente para llegar a la presidencia. El 19 de octubre, el derechista Alessandri adoptó la misma postura y pidió a los miembros de su partido que votaran a Allende.
El 15 de septiembre, once días después de la victoria electoral de Allende y apenas veinticuatro horas después de la negativa de Frei a apoyar una alteración fundamental del comportamiento de las cámaras para impedir el acceso de Allende a la presidencia, se celebró una reunión de enorme trascendencia en el despacho oval de la Casa Blanca. Se trató de una reunión de acceso muy restringido —el presidente Richard Nixon, Henry Kissinger y Richard Helms, el director de la CIA— de la que se informó también a John Mitchell, el fiscal general de la presidencia. Su finalidad era analizar la política que había que seguir en relación con el futuro de Chile, y, a la vez, buscar una alternativa que permitiera mantener al margen a la embajada norteamericana en este país, al Comité de los Cuarenta y a los departamentos de Estado y Defensa. Las instrucciones que Nixon le dio a Helms no pudieron ser más claras. Consistían en organizar “un golpe de estado militar en Chile que impidiera la llegada de Allende a la presidencia”. Este plan —denominado “Track II”— contaría con Kissinger y Thomas Karamessines como enlaces entre Helms y la Casa Blanca.
El 16 de septiembre, Helms convocó una reunión de su equipo más directo para dar cumplimiento a las instrucciones presidenciales. El 18 se entrevistó con Kissinger y Karamessines y, tras recibir su visto bueno, puso en marcha un programa conspirativo de enorme coherencia quizá por su misma sencillez. Kissinger y Karamessines mantuvieron un absoluto secreto. El 22 de septiembre, en el curso de una reunión del Comité de los Cuarenta en la que se analizó el fracaso de “Track I”, no se hizo la más mínima referencia al nuevo plan. De hecho, de no ser porque el Informe Church dejaría años después al descubierto los entresijos de la conspiración es más que posible que Kissinger hubiera silenciado la misma también en sus memorias.
En las semanas siguientes se produjeron no menos de veintiún encuentros entre funcionarios de Estados Unidos e instancias militares y policiales chilenas. Sin embargo, “Track II” contaba con enormes posibilidades de fracasar también y la causa era muy similar a la que había provocado el abortamiento del “gambito de Frei”. Para que la conspiración pudiera concluir con éxito antes de que se llevara a cabo la votación presidencial en las cámaras legislativas de Chile, la CIA necesitaba la aquiescencia del general René Schneider, el comandante en jefe del ejército chileno y éste era un convencido constitucionalista. El 3 de noviembre, Allende era instaurado en su cargo.
En las semanas siguientes a las elecciones se produjeron no menos de veintiún encuentros entre funcionarios de Estados Unidos e instancias militares y policiales chilenas. Sin embargo, el segundo plan, “Track II”, para evitar la llegada de Allende al poder contaba con enormes posibilidades de fracasar y la causa era muy similar a la que había provocado el abortamiento del “gambito de Frei”.
II. De la presidencia al inicio de la revolución
Con un Gobierno de quince miembros de los que cuatro pertenecían a su partido socialista y tres al comunista, Allende inició su “vía chilena hacia el socialismo”. En el área agraria aceleró el proceso reformador iniciado por Frei y procedió a expropiar un millón cuatrocientas mil hectáreas en los seis primeros meses de mandato. En la laboral, el salario mínimo aumentó en un treinta y cinco por ciento. Al mismo tiempo, el 12 de noviembre el Gobierno anunció que desistía de las acciones legales emprendidas por delitos contra la seguridad del Estado, lo que benefició especialmente a los terroristas de extrema izquierda del MIR. El 21 de diciembre de 1970, Allende propuso una enmienda constitucional que autorizaba la nacionalización de la industria chilena del cobre. La medida podía ser acusada —y así fue— de intento de marxistizar al país pero la verdad es que la nacionalización había sido acariciada por otras fuerzas políticas chilenas. De hecho, Frei había logrado en 1969, mediante pactos con las multinacionales, la devolución de una parte de la riqueza minera y el demócrata cristiano Radomiro Tomic también había anunciado en su programa la nacionalización total.
Partiendo de esta base no resulta extraño que la enmienda para la nacionalización del cobre fuera aprobada por unanimidad por el congreso chileno —un congreso en el que Allende estaba en minoría— el 11 de julio de 1971. La expropiación fue acompañada de compensaciones de las que se excluyó a la Kennecott y a la Anaconda por los beneficios obtenidos en el pasado.
El 31 de diciembre, Allende anunciaba su proyecto de nacionalización de la banca y en enero de 1972 creó los tribunales populares siguiendo el modelo cubano, a la vez que indultaba a los terroristas de extrema izquierda. Cuando el 5 de febrero, anunció que no era el presidente de todos los chilenos no fueron pocos los que le dieron la razón temerosos —o jubilosos— de que Allende fuera un Castro chileno.
Las medidas de Allende eran dudosamente legales y, desde luego, su gestión no incluía contener a los que desbordaran el marco constitucional si su impulso era de izquierdas. Cuando el 2 de marzo de 1971, el MCR, rama del MIR, acusó de burguesa a la reforma agraria y realizó un llamamiento para ocupar las fincas sin reserva ni indemnización, Allende no se opuso e incluso el 17 del mismo mes comentó en una entrevista a Regis Debray que para llevar a cabo sus planes estaba dispuesto a reformar la justicia. El anuncio no pudo ser más oportuno porque sólo dos días después la Cámara de diputados dictaminó que la manera en que Allende estaba llevando a cabo la nacionalización de la banca era contraria a la ley. Al control de la banca y de la justicia, Allende quería sumar el de los medios de comunicación. Durante ese mismo mes de marzo, la asamblea de periodistas de izquierda solicitó la nacionalización de la prensa y en septiembre de 1971, el Gobierno vetó la extensión de los canales de TV a provincias.
Si la libertad de expresión y la independencia de la justicia estaban claramente amenazadas no podía suceder menos con la propiedad privada. En mayo, el Gobierno de Allende dio un nuevo salto revolucionario —e ilegal— al promulgar el “decreto de requisición de empresas textiles” y sancionar la ocupación de fábricas por parte de los trabajadores sin ningún tipo de trámite legal. A mediados del mes siguiente, Eduardo Frei instó a Allende a que disolviera las bandas armadas mientras la justicia invalidaba una tras otra las medidas tomadas por el Gobierno. Por supuesto, el presidente no escuchó ninguna de las voces embarcado en un proceso abiertamente revolucionario que en septiembre se caracterizó sobre todo por la ocupación violenta de fincas agrícolas.
Aparte del descoyuntamiento del orden constitucional y de un verdadero caos social, las medidas de Allende tuvieron entre otras consecuencias que la ayuda del Banco Interamericano de Desarrollo se redujera en un noventa y cinco por ciento y el Banco Export-Import, que previamente había autorizado créditos, los suprimiera por completo. Además se bloqueó la venta de repuestos y herramientas destinadas a los medios de producción, con lo que en pocos meses los vehículos que no podían circular por esta razón ascendían a varios millares. Por si fuera poco, el precio del cobre en el mercado internacional se redujo a la mitad. La inflación ascendió a un ciento sesenta por ciento (la más alta del mundo industrializado) y corrió en paralelo con una espantosa escasez de bienes alimenticios y de consumo que al intentar controlarse desde una mayor intervención estatal tan sólo provocó el florecimiento del mercado negro. La reacción popular ante un sueño convertido en espacio de tan pocos meses en pesadilla no se hizo esperar.
En diciembre de 1971 se produjo en Santiago la denominada “marcha de las ollas vacías” en el curso de la cual cinco mil amas de casa de clases altas y medias recorrieron Santiago protestando por la carestía y después haciendo ruido con cucharas y perolas ante el despacho del presidente. Era sólo un anticipo de lo que le esperaba al gobierno de la UP al año siguiente.
En 1972, las huelgas y las manifestaciones anti-allendistas se multiplicaron erosionando poderosamente al Gobierno. Sus protagonistas eran decenas de miles de ciudadanos de a pie a los que la crisis económica estaba empujando a una situación desesperada. Ése fue el caso de los mineros de la mina de cobre de Chuquicamata o del carbón, de los envasadores de refrescos, de los fabricantes de electrodomésticos o de los cincuenta mil propietarios de pequeños comercios de Santiago cuya manifestación en agosto concluyó de manera violenta. En paralelo, proseguían las ocupaciones ilegales de fábricas y el MIR se consideraba tan fuerte como para enfrentarse a tiros a las unidades de policía. Por si fuera poco, el 30 de agosto, Allende afirmó en un discurso que “la juventud debe poner atajo a los fascistas” y que “si hubiera una guerra civil la ganaríamos”.
La escalada de las huelgas llegó a su punto álgido cuando, unos días después de la requisa ilegal de seis fábricas (cuatro de aceite y dos de textiles), temerosos de una nacionalización del transporte, los miembros de la Confederación chilena de propietarios de camiones fueron a la huelga el 10 de octubre. Los comercios cerraron al no recibir los bienes de consumo y las fábricas por falta de materias primas. Al mismo tiempo, el transporte se colapsó. En la práctica, la huelga significó la paralización del país. Allende respondió enérgicamente al desafío decretando la ley marcial en un área de quinientos kilómetros en torno a Santiago y estableciendo una precaria red de transporte basada en camiones militares. Al ser declarada sediciosa la huelga, fueron asimismo detenidos los dirigentes sindicales. El Gobierno había recuperado el control y Allende se sintió lo suficientemente fuerte como para realizar en diciembre de 1972 un viaje oficial por México, la URSS, Argelia y Cuba, donde afirmó su identificación con las dictaduras comunistas. Ésta llegó a ser tan considerable que la misma URSS temió las consecuencias. En documentos recientemente desclasificados aparece la reticencia del embajador soviético en Chile a secundar los planes de Allende para crear una Cuba en los Andes, fundamentalmente por los costes que la dictadura de Castro ya significaban para la URSS. Con todo, los créditos y ayuda militar recibida de la dictadura comunista por Allende fueron muy considerables.
La política de Allende y la oposición cada vez mayor contra la misma tuvieron como consecuencia una rápida polarización de la opinión pública. Mientras amplios sectores de izquierdas la apoyaban —considerando que había que mantener la lucha contra el imperialismo y las clases altas—, no es menos cierto que otros fueron adoptando una actitud acentuadamente contraria. Incluso muchos reformistas se preguntaban si había sido sensato en tan breve plazo aumentar el salario mínimo en un treinta y cinco por ciento, si era posible esperar inversiones cuando se acosaba a terratenientes y empresarios, si podría esperarse ayuda internacional cuando se expropiaban las compañías norteamericanas y, sobre todo, si era tolerable que la democracia chilena estuviera siendo sustituida a ojos vista por una dictadura como la cubana.
La política de Allende y la oposición cada vez mayor contra la misma tuvieron como consecuencia una rápida polarización de la opinión pública. Se acercaba la fecha de marzo de 1973, cuando tenían que celebrarse los comicios que permitirían renovar la mitad del Senado y toda la cámara de los diputados.
III. Los últimos pasos de la revolución de Allende
Dado que todos los sondeos electorales preveían un fuerte retroceso para Allende, las fuerzas de la derecha llegaron a acariciar la idea de obtener una mayoría de dos tercios que permitiera desplazar de la presidencia al socialista. No faltaban razones para mantener un cierto optimismo al respecto. Pese a todo, los resultados electorales fueron interpretados por muchos como un refrendo de la política de Allende que alcanzó un 43,4 por ciento de los sufragios, es decir, una cifra superior a la que lo llevó a la presidencia de Chile, y un aumento neto de ocho escaños que le situaba muy cerca de la mayoría. A pesar de todo, durante los meses siguientes menudearon los conflictos sociales y en ellos se vieron involucrados crecientemente las fuerzas armadas. A la muerte del general Schneider, Eduardo Frei —aún presidente en funciones— había nombrado como nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas al general Carlos Prats, un militar convencido como su antecesor de la supremacía del poder civil sobre el militar, y Allende había confirmado el nombramiento al acceder a la presidencia e incluso lo envió a la URSS para negociar los términos de un acuerdo con Aleksei Kosyguin.
No resulta extraño que en aquellos momentos, Prats era el blanco de las iras del sector del ejército que se iba desplazando cada vez más en favor de una solución armada. El 22 de agosto, las esposas de trescientos oficiales se manifestaron ante la vivienda de Prats para mostrar su repulsa por el apoyo que había estado proporcionando a Allende hasta la fecha. Prats tardó apenas veinticuatro horas en dimitir convencido de que un importante segmento del ejército ya no obedecería sus órdenes. Le sustituiría el general Augusto Pinochet.
La situación que atravesaba el país era tan tensa que cuando a finales de junio de 1973 el diputado socialista Mario Palestrero afirmó que la UP estaba formando milicias para practicar “la violencia revolucionaria” y que, en su momento, irían “al barrio alto y los que serían fusilados no iban a ser obreros ni campesinos” la tensión aumentó más. El 23 de agosto, la Cámara de diputados aprobó un proyecto de acuerdo que invitaba a Allende y al Gobierno a “restituir la normalidad democrática del país” y poner “término a todas las situaciones de hecho que infringen la Constitución y las leyes”. Una vez más, Allende desoyó la voz de la legalidad.
Cuando el último día de agosto el colegio de abogados emitió un informe señalando que, de acuerdo con el artículo 43.4 de la Constitución, Allende está incapacitado para el ejercicio de su mandato, la respuesta fue fulminante. Allende pensó en convocar un referéndum para el 11 de septiembre y en el caso de que la mayoría de los sufragios se inclinara por él, disolvería el Congreso y convocaría unas nuevas elecciones. La solución era inaceptable en la medida en que desbordaba totalmente la Constitución, pero hubiera proporcionado a Allende siquiera una apariencia de legitimidad para continuar manteniendo las riendas del Gobierno en sus manos. Frente a esa salida iba a encontrarse con la resistencia del ejército.
Una serie de circunstancias especiales iban a favorecer la puesta en funcionamiento de un mecanismo que abortara la revolución de Allende. La principal, sin lugar a dudas, era que septiembre era un mes en el que las fuerzas navales chilenas y norteamericanas llevaban a cabo unas maniobras conjuntas denominadas “Operación Unitas”.
IV. El golpe
Con ese telón de fondo, los militares partidarios del golpe no sólo podrían movilizar a sus fuerzas sin provocar sospechas sino que además contarían con la ayuda directa de Estados Unidos.
El domingo 9 de septiembre anclaron en la región más septentrional del país diversos navíos de guerra norteamericanos. Aquella noche el general Augusto Pinochet, comandante en jefe del ejército; el general Gustavo Leigh, de aviación, y el vicealmirante José Toribio Merino, al mando de la zona naval de Valparaíso, se intercambiaron una nota en la que se señalaba como día D el martes a las 6 de la mañana.
El lunes 10 de septiembre, a las cuatro de la tarde, un conjunto de barcos de guerra chilenos abandonaron Valparaíso en dirección a cuatro navíos norteamericanos anclados frente a la costa del país. Apenas unas horas más tarde, el convoy aprovechó la oscuridad de la noche para regresar al puerto. El desembarco de las tropas golpistas fue seguido por el control de las comunicaciones, la detención —en arresto domiciliario— del almirante Moreno y el confinamiento de sospechosos en los barcos. Hacia las tres de la madrugada Valparaíso estaba firmemente en manos de los rebeldes. La acción de Valparaíso tuvo paralelos en todo el territorio nacional. Una tras otra, las regiones militares se sumaron a la ejecución del golpe deteniendo o ejecutando desde las primeras horas a las personas que se consideraba sospechosas de allendismo. La resistencia fue muy débil en todo el país si exceptuamos Santiago.
En este caso, la oposición al golpe derivó directamente del propio Allende. Despertado poco más tarde de las seis de la mañana por las noticias de que las fuerzas militares se dirigían hacia el palacio de la Moneda, inmediatamente se aprestó a defenderlo. A las siete, llegó al enclave con su guardia personal —veinte hombres— y telefoneó a su esposa para indicarle que seguramente no volverían a verse. A las nueve, aprovechando que dos de las veintinueve emisoras de radio de Santiago no habían caído en manos de los golpistas, se dirigió al pueblo de Chile por última vez. En este mensaje final insistió en su respeto continuo a la Constitución y las leyes y deploró la traición de los militares a su juramento de lealtad. En el mismo se dejaba traslucir también que no esperaba detener el golpe pero que confiaba en la tendencia de la Historia hacia el progreso y en la imposibilidad de detener los procesos sociales.
Allende estaba obviamente decidido a convertirse en un mártir pero los golpistas no deseaban otorgarle esa baza final. Apenas unos minutos después de que concluyera su proclama, Allende recibió la llamada del vicealmirante Patricio Carvajal ofreciéndole la salida del país para él y su familia si se rendía de manera inmediata. Allende se negó con una firmeza absoluta y los golpistas emitieron un comunicado señalando que el palacio de la Moneda sería atacado por la aviación a las once del mediodía. En realidad, la incursión aérea tuvo lugar apenas unos minutos antes de la doce y fue realizada por dos Hunter Hawk. A continuación, el Regimiento de blindados número 2, el mismo que el 29 de junio había intentado derribar a Allende, atacó el palacio. Lo que se produjo entonces fue una defensa suicida del presidente socialista y cuarenta y dos leales a varios centenares de soldados que contaban con apoyo de blindados y de aviación. Como señalaría después su amante, la comunista conocida popularmente como la Payita, y su médico personal, Allende se suicidó. Así acababa el experimento de creación de una Cuba andina.
Las razones de su fracaso y, especialmente, del golpe que lo abortó son diversas como hemos podido ver. Por un lado, estuvo la voluntad clara de Allende de aniquilar el sistema constitucional chileno en su vía hacia el socialismo. Con un centro y una derecha que fiaban aún en la vía de la legalidad y que no contaban con milicias armadas —como la UP— Allende hubiera podido consumar sus proyectos de mediar dos condiciones de carácter internacional como eran la abstención de Estados Unidos y el apoyo decidido de la URSS. Sin embargo, en 1973 Estados Unidos no estaba dispuesto a tener un nuevo Castro en el continente y la URSS tenía ya demasiados problemas internos como para aceptar una nueva hemorragia como la cubana. Así, a diferencia del dictador cubano, Allende se vio solo frente al ejército sin haber podido articular una fuerza armada suficiente (como la que había estado al servicio de Castro). El resultado fue el triunfo del golpe, la terrible represión subsiguiente y la creación de una dictadura que, al fin y a la postre, y también por razones internacionales, se autoconcluiría dejando paso a una transición democrática.
César Vidal
Historiador, escritor y periodista,
Madrid, septiembre de 2000.
Historiador, escritor y periodista,
Madrid, septiembre de 2000.
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