de Héctor Soto, periodista
¿Por dónde vamos a hacer correr la frontera de la culpabilidad histórica? Puesto que nunca nos pusimos de acuerdo como sociedad en esta materia, se suponía que la línea la trazaban los tribunales. El caso Lejderman-Cheyre prueba que ya no es así. Ahora están entrando al juego otras variables. La cosa no sólo se volvió más líquida. También más impredecible e incontrolable.
Lo que deja claro es el desenlace del episodio que involucró esta semana al general (R) Juan Emilio Cheyre es que la línea se continúa corriendo. Lo que está en discusión ahora no son los delitos que puedan haberse cometidos. Aquí, en ese caso concreto, no los hubo y, sin embargo, el escándalo estalló igual. El problema, dicen, no es jurídico sino moral. Okey: es impresentable que las figuras que ocupan cargos de relevancia en el andamiaje institucional chileno estén tocadas, así sea lateralmente, por las briznas malsanas y tóxicas de la duda. Es mejor entonces que Cheyre renuncie a la presidencia del consejo directivo del Servel, pero lo que nadie entiende es de qué modo un reparo que lo debilitó ahora como presidente, sin embargo, no lo debilitará en el futuro como integrante de ese mismo consejo.
Bueno, tampoco la controversia gira esta vez en torno a lo que el militar hizo. Lo que se le enrostra, más bien, es lo que dejó de hacer, y no hay que ser muy perceptivo para advertir que si es por eso, dentro de semejante lógica, todos podemos llegar a ser culpables. Las omisiones de suyo no son cuestionables. Sí lo son, desde luego, cuando existe el deber de actuar, y no está claro, en función de los antecedentes que hasta ahora se han divulgado, que lo que el general hizo cuando era un teniente sea menos de lo que razonablemente estaba llamado a hacer en ese momento.
Al margen de consideraciones jurídicas y éticas de mayor o menor refinamiento intelectual, lo que está detrás de esta polémica son dos cosas.
La compulsión de la pureza
La primera, por plantearlo así, tiene que ver con la insaciable erótica de la pureza, de efectos devastadores no sólo en los tiempos medievales. Aplicada a la política, la pureza puede dar lugar a engendros monstruosos. En el entendido de que a Chile le costó mucho salir de la edad de las tinieblas, y que se impone una profilaxia severa para evitar las infecciones que supuso ese período, toda autoridad, toda persona, toda biografía que esté salpicada o implicada en los desafueros de entonces debe rendirse o dar un paso al costado.
En la república de los puros no hay cabida para los que están manchados. Deben renunciar, deben retirarse, deben replegarse en la expiación, ya sea porque una sentencia judicial se la impuso ayer, una sospecha bien instalada lo recomiende hoy o un linchamiento mediático lo exija el día de mañana. Con eso, los incordios debieran terminar. El problema, claro, es que no terminan. Tal como el jet set cree que nunca somos lo suficientemente ricos y lo suficientemente flacos para quedarnos tranquilos, nunca tampoco somos lo suficientemente puros para dar las purgas por terminadas. Ayer fueron los hechos. Hoy las omisiones. Mañana podrían ser los pensamientos. El cuento, entonces, es de nunca acabar.
Sin llorar
La segunda variable que aquí está en juego es política y se traduce en una correlación que no por brutal es menos certera. Vale todo lo que debilita a tu adversario y sirve todo lo que fortalece a los que piensan como tú. Así es la política, así ha sido siempre y esto es sin chistar. Estamos en un año electoral y nadie tiene muy claro qué y cuánto podría inclinar este episodio la balanza en uno u otro sentido.
Como nadie lo sabe, es sano que corra el agua, que fluyan las verdades y que estas cartas se jueguen. El problema es que en la operación pueden pasar a pérdida detalles que no son tan detalles. Porque las culpas en ese tablero tienden a igualarse. Lo mismo un violador de los derechos humanos que un sujeto que procuró resguardarlos. Lo mismo un militar que se negó en su momento a reconocer los abusos cometidos por el Ejército que quien los asumió y estableció como doctrina institucional el “nunca más”.
Relato e identidad
Cuando las personas no pueden con el peso de su propia historia e identidad, suelen ir al siquiatra. Cuando eso mismo les ocurre a los países, el asunto no es tan simple. Es difícil para las sociedades tenderse en el diván. Por eso, por lo general, sus traumas terminan rebotando por circuitos muy alambicados.
No obstante que a Chile, en general, le ha ido bastante bien en los últimos 30 años, obviamente el cuento que nos hemos forjado de nuestra trayectoria sería mucho más épico y mucho más redondo si se hubiesen cumplido algunas condiciones o algunas utopías coherentes con el alto concepto que nos gusta tener de nosotros mismos.
Habría sido lindo que la democracia chilena no se hubiera venido abajo antes del 11 de septiembre del 73. Habría sido hermoso que los militares -vaya uno a saber cómo- hubieran tomado el poder sin gran fractura del Estado de derecho. Habría sido bueno para todos que se hubieran respetado los derechos humanos. Habría sido fantástico que la modernización económica hubiera partido con los gobiernos democráticos. Habría sido sano un período de régimen militar bastante más corto.
Es como para condolernos. Pobre Chile. Nada fue así. Estamos condenados a la impureza y el meztizaje en todo. En la estrategia de desarrollo, en la constitución, en la transición política, en la memoria cívica. Todo terminó mucho menos epico y más de medias tintas de lo que hubiéramos querido.
Como el listado de sueños imposibles puede alargarse hasta la eternidad, y como desgraciadamente casi nunca las cosas son como nos hubiera gustado que fueran -entre otras cosas, porque esta sociedad se volvió completamente loca a comienzos de los años 70, y en eso desde luego que unos son más culpables que otros-, una manera rápida de zanjar el tema y de salir con la conciencia limpia a flote es imputarle la responsabilidad de lo ocurrido al otro. En la medida que otro o muchos otros sean los culpables, nuestra integridad queda a salvo. En la medida en que podamos seguir identificando victimarios, seguiremos teniendo asegurada nuestra confortable condición moral de víctimas.
Así están las cosas. Revueltas aunque acotadas. La situación, claro, podría ser peor y es bueno tenerlo presente. El golpe nos va a seguir penando. La duda es si encapsulándolo como una experiencia histórica excéntrica y perversa, si aislándolo de todo lo que ocurrió antes y de lo que vino después, no estamos forzando más de la cuenta la historia, el sentido común y la máquina para dar por resuelta la ecuación. R
+SOBRE EL AUTOR
Abogado por formación y periodista por oficio, ha ejercido por décadas la crítica de cine y fue editor de las revistas Capital, Mundo Diners y Paula. En la actualidad es editor asociado de Cultura de La Tercera y también columnista político del diario. Dirige el Diplomado de Escritura Crítica de la UDP y es panelista del programa Terapia Chilensis de radio Duna. Es autor del libr
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