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lunes, 26 de agosto de 2013

Cheyre y el límite moral

A_UNO_280810EL general (R) Juan Emilio Cheyre debió renunciar a la presidencia del Servel, tras haber sido moralmente cuestionado por “guardar silencio” sobre su participación en la entrega a un convento de un niño cuyos padres fueron asesinados por una patrulla militar, luego del golpe de Estado. Una acusación en realidad extraña, ya que es difícil imaginar a alguien buscando el ocultamiento deliberado de un hecho que está consignado públicamente en el Informe Rettig, y sobre el cual declaró en el proceso judicial todas las veces que fue requerido en calidad de testigo, siendo al final declarado inocente por la Corte Suprema.
Cheyre es hoy quemado en la pira pública, pero no llegó solo a las altas responsabilidades que ha ejercido hasta la fecha. Gobiernos y parlamentarios de la Concertación participaron con sus decisiones y sus votos en su nombramiento como comandante en jefe del Ejército y, más recientemente, como consejero del Servel. Muchos de ellos alegan hoy haber desconocido los antecedentes del caso, pero esos antecedentes estaban a disposición de quien quisiera revisarlos. Sin ir más lejos, la transcripción de su testimonio en ese y otros procesos está desde hace largo tiempo en la página web del Poder Judicial, por lo que cuesta imaginar que presidentes de la República, ministros de Estado y senadores que promovieron su carrera institucional y su cargo actual no tuvieran a la vista esa información. Y si así fue, su falta de seriedad a la hora de ejercer sus atribuciones merece hoy también un serio reproche moral.
Con todo, el linchamiento público de Cheyre expone un asunto mucho más de fondo: el intento de ciertos sectores políticos de atribuirse el rol de censores morales respecto de conductas del pasado y del presente. No importa que la justicia establezca la inocencia de una persona en un crimen horrendo; tampoco importa que esa persona haya decidido aportar a su esclarecimiento sin recibir reproche legal alguno. Menos importa aún que Cheyre haya hecho un esfuerzo genuino, valorado en su momento por todos los sectores, para que el Ejército reconociera responsabilidades institucionales en la violación de los DD.HH. y se comprometiera a un ‘nunca más’. Hoy día es precisamente ese ex comandante en jefe el que es puesto en la categoría del oprobio, mientras aquellos que promovieron su carrera pública y aplaudieron con entusiasmo sus esfuerzos de reconciliación, guardan en su mayoría silencio o se suman al coro de lo que ahora aparece como políticamente correcto.
El límite moral es por definición algo complejo de establecer y hay que tener un piso muy sólido para salir impúdicamente a disparar a la bandada. Del mismo modo, el drama y los horrores vividos en Chile durante la dictadura merecen, al menos por respeto a las víctimas, un tratamiento serio y responsable. No es algo que pueda desempolvarse cada cuatro años, siempre ad portas de un proceso electoral. La conmemoración de los 40 años del golpe es un momento que debiera llamar a una reflexión serena y profunda sobre las causas del quiebre de nuestra democracia, lo cual no implica dejar de seguir comprometidos con la necesidad de esclarecer los crímenes y de sancionar a sus responsables. Pero el caso de Cheyre no se inscribe en ese proceso. Al contrario, muestra una falta de rigor y de matices que no contribuye en nada a la sanación de una sociedad que, precisamente por la magnitud del daño a la que fue sometida, tiene derecho a que sus representantes asuman de otro modo sus responsabilidades individuales y colectivas. El ‘cara a cara’ que esta sociedad aún tiene pendiente exige como mínimo que el límite moral sea autocríticamente asumido por todos los actores de nuestra historia reciente. 

http://voces.latercera.com/2013/08/25/max-colodro/cheyre-y-el-limite-moral/

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