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miércoles, 11 de septiembre de 2013

QUE PINOCHET SE VAYA, MAMÁ



Bombardearon La Moneda y bombardearon a un país entero. Un país que no sólo estaba hecho de allendistas y pinochetistas, militares y guerrilleros, políticos y artistas clandestinos. Debajo de todo, abriéndose espacio entre las temblorosas piernas de un Chile aterrorizado, estaban ellos, jugando a la guerra, a la pelota, a las muñecas. Los infantes de una nación oscurecida, los que nunca pudieron ser niños.
                                                                           Por Carlos Said y Francisco Solís.

Fotografías: Museo de la Memoria / Fondo Pidee
La mañana del 11 de septiembre de 1973 fue trágica para Chile, y eso lo sabemos todos. Probablemente nuestros abuelos, tíos y padres nos contaron cómo fue ese despertar, escuchar al presidente por la radio, asustarse por el bombardeo. Probablemente los miramos con sorpresa, admiración y curiosidad, y nos imaginamos qué habría sido de nosotros en ese escenario. Pero probablemente nunca hemos pensado que también, ese día, había niños en medio de las balas.
Tal es el caso de Javiera Parada, la estudiante de 10 años cuyo padre, José Manuel Parada, fue raptado violentamente por agentes del Estado, antes de ser degollado y tirado en la carretera. En otra bullada detención, el joven Carlos Fariña Oyarce, de 13 años, fue sacado de su cama el 13 de octubre de 1973 y llevado por militares en un auto, siendo encontrados sus restos en agosto de 2000, cerca de Pudahuel y con varios impactos de bala.
Más allá de lo noticioso, hubo decenas de casos similares. Según cifras del Museo de la Memoria, unos 6.477 menores de 21 años fueron víctimas directas o indirectas del régimen militar, mientras que 415 fueron asesinados o están desaparecidos. A pesar de estos datos, el golpe fue dramático para todos los menores de esa época, en mayor o menor medida.
“Nosotros lo vimos. Lo vivimos. Fuimos allanados el 12 de septiembre, no pudimos salir, estábamos sitiados” dice Ana Farías (48). Con apenas ocho años en 1973, fue testigo de cómo las armas intentaban, bajo cualquier condición, aplastar la razón. “Había francotiradores en mi edificio, teníamos las tanquetas abajo y los soldados que disparaban. Me acuerdo que por alto parlante decían que por cada francotirador se iba a disparar a la torre entera, entonces teníamos que estar de guata… para mí fue muy fuerte”, recuerda.
Ana, al igual que otros miles de niños, se familiarizó con los tanques, los toques de queda, la censura y la tortura cuando aún no aprendía a hacerse las trenzas.  “Vivíamos en un mundo muy politizado. Entonces teníamos perfectamente claro lo que significaba un golpe. Nos llevaron a todos los niños de las torres a los estacionamientos subterráneos, ahí vivimos esos días, y vimos cómo caían las armas por los incineradores”, dice.
Ver imposible una infancia normal y feliz es sólo una parte del problema. La vida en comunidad también se vio trastocada, y los niños comenzaron a notar diferencias y a defender lo que creían como verdadero. “Yo estaba en tercero básico y todas sabíamos quiénes eran momias y quienes no, habían peleas políticas entre nosotros”, comenta Ana Farías, quien recuerda “los comentarios en el colegio de algunas niñas que estaban contentas porque se había acabado la UP. Pero fueron los comentarios de esa semana y, después, todos calladitos”.
El miedo se instaló como regla de vida y forma de relación social obligada. De un momento a otro, no todos eran amigos, no se podía saludar a algunos tíos, no era conveniente juntarse con el niño de la esquina porque los papás podían andar en algo. “Yo no tengo ningún amigo de juventud que no sea de izquierda… Fue una segmentación que se dio desde el golpe hacia adelante. Eso es lo que más marca la infancia, la división” sentencia Ana, con la melancolía de imaginarse una vida que, sin duda, pudo ser más feliz.
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REALIDADES ESCONDIDAS

Llegado el golpe y sus consecuencias, la vida de los chilenos cambió radicalmente. Si bien hubo quienes no sufrieron pérdidas personales, muchos compatriotas vivían sumidos en el miedo, no sólo por ellos, sino que por sus hijos.
La Comisión Valech certificó que 27.255 personas fueron víctimas de prisión política y tortura, uno de cada 500 chilenos de la época. De ellos, 1.069  eran menores de edad que estuvieron en un centro de detención, solos o con sus padres, y 11 fueron niños que nacieron en prisión.
En ese contexto es que se crea, en 1979, la Fundación de Protección a la Infancia Dañada por los Estados de Emergencia (Pidee), con el objetivo de entregar asistencia física y psicológica a todos los menores que presentaron trastornos derivados de los efectos de la dictadura.
María Rosa Verdejo, secretaria ejecutiva de la organización, señala que las consecuencias más comunes no eran físicas, sino que emocionales. “Eran niños cuya emoción constante fue el miedo. El miedo cruzó a todos los niños durante la dictadura. Miedo a que les pase algo a ellos o a sus padres, ese es el trauma mayor”, dice.
Sin embargo, no olvida que muchos menores sí fueron atacados sin mediar su inocencia. “La tortura psicológica la vivieron todos. Las torturas físicas las conocemos a partir de la época de las protestas, porque los niños también participaron, y eran golpeados o baleados”, cuenta.
¿Hasta qué punto los agentes de la dictadura creyeron poder exterminar un pensamiento, un espíritu compartido, una forma de ver el mundo? ¿Hay acaso algo más deplorable que atacar a un niño?
Verdejo conoce casos dramáticos. Con su mente en el pasado, rememora a Alex, un chico que tenía dos años cuando fue la Operación Albania y cuya madre “arrancó con él por los techos, luego de que mataran a su padre. A él lo tuvimos en la casa hogar y lo llevamos a ver a su mamá a la cárcel. Era muy chiquito y hasta se le cayó el pelo”, dice.
A pesar de ser una realidad difícil de imaginar, en la actualidad hay otros miles de niños que sufren situaciones no tan diferentes. Desde 2007, la Fundación Pidee está trabajando con menores y jóvenes de Tirúa, localidad marcada por el eterno conflicto entre el Estado y el pueblo mapuche. Verdejo cuenta que “la situación allá es muy traumática, porque hay niños golpeados, heridos con balines y con sus domicilios allanados”.
La secretaria de Pidee es categórica sobre los efectos de estas políticas en la infancia y destaca que “tanto lo que ocurrió en dictadura, como lo que ocurre ahora con el pueblo mapuche no se sabe, porque no se visibilizan los traumas que se generan en la niñez con estas políticas de Estado”.
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LOS NIÑOS DESAPARECIDOS

Si bien la realidad de los niños en la dictadura de Pinochet es poco conocida más allá de los casos icónicos, este no es el caso en todos los países. En Argentina, la organización de Abuelas de la Plaza de Mayo, nacida durante la última dictadura militar, es la que se encarga de relocalizar a los niños secuestrados y desaparecidos por los organismos de terror del Estado.
“Se calcula que son 500 los niños secuestrados con sus padres o bien nacidos durante el cautiverio de sus madres en centros clandestinos de detención”, declaran en esta organización. Además, informan que ya han identificado a 109 personas que fueron entregadas en adopción ilegalmente, el último de ellos, hijo de padres chilenos.
Las abuelas, al igual que muchas organizaciones pro Derechos Humanos, fueron perseguidas durante los años de dictadura y su labor se hizo complicada, principalmente por tener, según ellas mismas, “la espalda de la sociedad”. Luego de buscar ayuda en el extranjero y llegado el fin de la dictadura, esta organización se convirtió en un ícono internacional de la lucha por los derechos humanos.
En Chile, recién durante estos meses se han conocido algunos casos de niños que fueron entregados en adopción ilegalmente por militares. El más conocido es el de Ernesto Lejderman, que fue llevado por el ex comandante Juan Emilio Cheyre a un hogar, luego de que sus padres murieran enfrentados con una patrulla militar.
Existen otras denuncias, como la de la talquina Prosperina Godoy, quien dice que sus gemelas fueron robadas al momento de nacer, o la de Gladys Pérez, en Calama, a quien le dijeron que su hijo nació muerto. Sí se sabe que 11 mujeres dieron a luz en la cárcel al estar detenidas por causas políticas, mientras que hay cuatro casos de embarazadas en los que sus cuerpos nunca aparecieron y por lo tanto se desconoce si sus hijos están vivos.
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