Una fría y brumosa mañana de 1982, en plena guerra entre Argentina y Gran Bretaña por la posesión de las Islas Malvinas, tres efectivos militares británicos, vistiendo uniformes de combate de la SAS, aparecieron muy campantes caminando hacia Punta Arenas por el camino sur que bordea el estrecho de Magallanes. Más tarde se sabría que provenían de un helicóptero Sea King que yacía incendiado a pocos kilómetros de distancia, y que los comandos británicos habían volado posteriormente a Santiago vistiendo ropas de civil, para desde allí dirigirse a Londres.
El hecho no pudo ser desmentido, ni siquiera por una dictadura que mantenía un férreo control de los medios de comunicación, pues fue presenciado por demasiados testigos. Pero nadie quiso o pudo entonces proporcionar una explicación creíble a la inusual presencia de fuerzas militares inglesas a una distancia tan enorme del teatro de operaciones.
El suceso vino a confirmar lo que para muchos era una mera especulación, pero que para no pocos magallánicos constituía una certeza indubitable; la presencia de efectivos militares británicos operando desde nuestro territorio, en concomitancia con efectivos militares chilenos. De manera especial, pero no exclusiva, con la Fuerza Aérea de Chile, la cual le proporcionaba sus instalaciones, sistemas de comunicaciones y otras facilidades logísticas a los fines de la campaña militar en Malvinas.
Hay quienes afirman que el caso de los comandos extraviados fue parte de la abortada Operación Mikado, la cual habría consistido en una acción militar de desembarco de fuerzas especiales, las que a bordo de aviones C-130, debía aterrizar en territorio argentino y destruir en tierra los aviones Super Eterdart estacionados en la base naval de Río Grande y hacer estallar contenedores con misiles Exocet. Estos últimos, proporcionados por Francia a través de Perú, país regido entonces por Velasco Alvarado, y que en contraste con lo obrado por Chile, ofreció desde el primer momento su apoyo incondicional a la Argentina.
Según se afirma, el plan habría consistido en destruir la base y eliminar a los efectivos militares argentinos, especialmente a los pilotos. Se suponía que luego de ejecutada la operación, los comandos británicos buscarían ponerse a salvo en Chile, “territorio neutral”, para desde allí regresar a sus unidades de origen. Tal parece que el mentado plan fue concebido y ensayado, aunque al final fuera descartado, pues su concreción habría tenido el efecto indeseado de trasladar el conflicto bélico al continente, costo que el alto mando británico no estuvo dispuesto a pagar.
La cooperación militar chilena a favor de las fuerzas británicas y contra de las argentina se mantuvo como un rumor hasta 1999. Fue entonces cuando el General (R) Fernando Mathei, ex Comandante en Jefe de la FACH y ex Miembro de la Junta Militar, la confirmó abiertamente, al menos, en sus pormenores principales.
El general Mathei admitió que el mismo había sido el artífice y conductor de lo que llamó eufemísticamente como “colaboración estratégica con los británicos”. El General, quién coincidentemente entre 1971 y 1974 fue Agregado Aéreo en la embajada de Chile en Londres, no entró en detalles engorrosos y comprometedores, aunque admitió que dicha colaboración había consistido básicamente en entregar a los ingleses información de inteligencia.
Dijo Mathei, sin inmutarse, “hice todo lo posible para que Argentina perdiera la guerra de las Malvinas”, y en cuanto a las responsabilidades de mando, agregó el detalle descabellado e inverosímil de que “fui yo, por mi cuenta, no fue Chile, Pinochet no estuvo al tanto”. Como si no hubiese sido el propio dictador quien un día dijo que en Chile no se movía una hoja sin él lo supiera.
Ciertamente que la retribución al golpe propinado a mansalva y en despoblado a nuestros vecinos argentinos no dejaría de ser pagado en monedas constantes y sonantes. En este caso, en especies de segunda mano consistentes en material de guerra de origen británico a “precios excepcionales”, según el propio Mathei: 9 aviones Hawker Hunter más otras tres naves Canberra de reconocimiento fotográfico, junto a otros artilugios de guerra y comunicaciones obtenidos a precios simbólicos o de liquidación. Magra compensación por un acto artero e innoble, y hasta innecesario y destinado a tener consecuencias terribles en las confianzas mutuas entre chilenos y argentinos por siempre jamás.
Que se movieron muchas hojas para que esta infamia perpetrada por una dictadura comprobadamente capaz de las peores bellaquerías y traiciones, es algo de lo que no puede caber ninguna duda. Que en una operación de semejante magnitud y consecuencias debió haber participado el conjunto del mando militar y civil de la dictadura en un hecho lógico e irrefutable, dada la propia naturaleza del régimen que para entonces nos gobernaba.
Y aunque inútil e inverosímil, el gesto del General Mathei de querer atribuirse toda la responsabilidad, y auto inmolarse ante la historia por una acción que quedara para siempre como un estigma sobre quienes la concibieron e implementaron, su actitud no puede sino interpretarse como el gesto postrero de un hombre que al final, y a pesar de sus dichos y justificaciones, también comprende en su fuero mas intimo que en este episodio no hubo interés superior del Estado, patriotismo, grandeza ni honor militar, sino vergüenza, deshonor y oportunismo servil de las personas e instituciones comprometidas en la trama de este episodio.
Por demás, y por si persistiera alguna duda, poco más tarde habría de ser la propia ex premier británica Margaret Thatcher quién admitiera abierta y públicamente que “sin la ayuda clave de Chile, la guerra no habría sido fácil de ganar”. Sin la ayuda de Chile, dijo la Thatcher, lo que debe interpretarse como la ayuda activa y comprometida del gobierno de la época y sus integrantes más decisivos, tanto militares como civiles.
Cuando los documentos relativos a la guerra de las Malvinas sean desclasificados, cosa que ocurrirá prontamente, podremos conocer en detalle todos los pormenores de este episodio vergonzoso. Entonces sabremos en que consistió, precisamente, aquello que Mathei denominó “cooperación estratégica”, la cual con toda seguridad en su implementación práctica y concreta, costó la vida a jóvenes soldados argentinos que no hacían más de cumplir con su deber. Ante la circunstancia de haber sido llevados al matadero, como victimas mal equipadas e inocentes, por una dictadura no menos feroz que la chilena, y que arrastró al pueblo argentino, con el vil pretexto del patriotismo, a una aventura militar imposible de sobrellevar con éxito.
A 30 años de la fatídica Guerra de las Malvinas las aguas vuelven a agitarse. Argentina ha optado por la estrategia de la negociación política y diplomática, y pese a que su causa ha logrado concitar gran comprensión y apoyo internacional, de modo decisivo en América Latina, la cuestión no consigue avances significativos. Pues Gran Bretaña insiste en su política colonial sobre las islas y se niega consistentemente a cualquier diálogo o negociación que implique poner en discusión la soberanía sobre el archipiélago malvinense.
Con la recuperación de la democracia, Chile adoptó la política de apoyar la reivindicación argentina sobre las Malvinas, la cual ha sostenido hasta nuestros días. Pero precisamente ahora, en que las tensiones vuelven a rondar la cuestión de las Malvinas, es fácil de advertir que se comienza a actuar sin convicción y acaso hasta con oportunismo.
Apoyar a Argentina en sus reclamos de soberanía sobre Las Malvinas, no implica estar en contra de Gran Bretaña, han afirmado nuestras autoridades, como si fuese posible adoptar semejante política frente a una cuestión tan concreta y sensible que afecta a un país vecino con el cual tenemos una relación vasta y estratégica.
Si se apoya una reivindicación no hay que andarse con medias tintas. Hay que actuar en consecuencia y con toda claridad, y no aparecer queriendo ganar a río revuelto, como parece que se quiere hacer, cuando se enfatiza, por ejemplo, la cuestión de los vuelos LAN, por sobre los principios involucrados y el interés nacional de más largo plazo. El cual se vincula con la integración regional en general y trans-fronteriza en particular.
No es extraño que hoy se adopte semejante actitud enrevesada, poco enérgica y falta de convicciones. De seguro, No escapara a la comprensión de las autoridades argentinas, como no puede escapar a la nuestra, la circunstancia especial de que quienes hoy gobiernan Chile sean los mismos, aunque más calvos y encanecidos, que en 1982 actuaron por acción u omisión en la trama artera del apoyo de Chile a los ingleses.
Nuestra derecha no cree ni a creído nunca en la integración, ni siquiera con sus vecinos más próximos, y persiste en percibirlos como potenciales enemigos. Por eso vive lamentando que Chile este situado en lo que estima como un barrio lamentable y no en un condominio de mayor alcurnia, como Europa o América del Norte.
Así las cosas, entre el Palacio de Windsor y la Casa Rosada, la derecha chilena nunca tendrá por donde perderse. Y ya tendremos ocasión de saber cual es la traducción en política exterior de tales percepciones.